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domingo, 5 de febrero de 2017

LA LA LAND y que nos quiten lo bailao (una reflexión sobre el azar y el destino)








"Madre no hay más que una" es un proverbio lapidario que no se anda por las ramas. Es una declaración de pasión filial incontestable que dinamita cualquier atisbo de democratizar la función materna.
Que se jodan las madrastras con su lúgubre leyenda, ya sea la de Cenicienta, mezquina y sistemática cercenadora de cualquier destello de subjetividad, ya la de Blancanieves, bruja y narcisa hasta decir basta.
Tampoco las suegras salen mejor paradas en el reparto de roles colectivo y de muestra el mataidem de chufla y pandereta de las viejas Nocheviejas o el dolor que te estremece cual latigazo ladino cuando irritas accidentalmente el cubital. 

En fin, esta deconstrucción en clave edípica sólo era una manera de reivindicar a Viky, mi suegra, una mujer excepcional, con la que el otro día fui a ver LA LA Land, en mi caso por segunda vez en una semana. Se dio la circunstancia de que para mi sorpresa, cuando toda la tropa harta del atasco kilométrico se pone a cantar y a bailar entre los coches desgranando sus sueños ante la ciudad de las estrellas, en esta ocasión, por un fallo técnico, no había subtítulos que nos lo tradujeran. Ni tampoco cuando Mia fantasea ante el espejo con ese "one in the crowd" que la aguarda desde siempre. Y así sucesivamente a lo largo de toda la peli.
Tras explicárselo contrariado a Viky, me contestó sin apartar la vista de la pantalla, "Da igual, es tan buena que no importan las palabras" 

Este comentario inapelable da testimonio de ese "algo" especial que contiene esta película. 
Algo que trasciende el hito de sus catorce nominaciones a los Óscar, su arrollador éxito en los Globos de Oro, su algarabía mediática y el enconado debate que suscita entre tribus de filias y fobias.

Me aparto del ruido. No me interesa.
Sí me interesa dejar constancia de mi experiencia, pues yo soy el primer sorprendido.
Que quede claro, no me ponen los musicales. Ya desde niño los sufría. Incluso enamorado de Marisol o fascinado con Mary Poppins, no soportaba cuando una pandilla de deshollinadores hiperactivos se dedicaba a dar brincos entre las chimeneas mientras nos soltaban una tabarra interminable intentando contagiarnos de un optimismo absolutamente incongruente.
Al claqué de Fred Astaire nunca le pillé el punto y Gene Kelly, desfilando por las paredes o agarrándose a las farolas, siempre me pareció el pesao repeinao al que le dió un subidón inolvidable una noche cantando bajo la lluvia. Rescato fragmentos, versos sueltos, estrellas errantes. Y una perlita española muy divertida, Al otro lado de la cama. Poco más.

Rácano historial lo sé, por eso mismo no entiendo muy bien lo que me pasó el otro día, pero el hecho es que mientras contemplaba absorto la historia y el espectáculo, el tiempo quedó suspendido y cada vez que el piano entonaba el tema principal algo me embriagaba el alma.
Podría argüir, 'es la historia' (y sí, es la historia), o 'es ella, Emma Stone' (y sí, lo confieso, es ella, es Emma Stone, arrebatadora en cada plano) pero también 'es él, Ryan Gosling' (el duro prota de Drive) en trance íntimo conjurando las teclas del piano como quien tocara las teclas del alma, y conforme lo escribo me doy cuenta de que ese algo que me conmueve y no sé cernir tiene que ver con el alma, sea lo que fuere ésta. 
Porque, ya que estamos, ¿qué demonios es el alma? 
Sí, me conozco la etimología, pero ¿de qué coño hablamos cuando hablamos del alma? 
¿Apuntamos a lo mismo que cuando decimos corazón?
No me quiero poner metafísico ni trascendente ¡ay! ...pero la cosa tiene su aquél.
A vueltas con el malentendido estructural. ¡Manda huevos!
Y con la dificultad intrínseca de las palabras para poder dar cuenta de lo que a ellas se les escapa.
Frontera de lo inefable. Mística de todo a cien.

Así que mi suegra sabía lo que se decía cuando largó aquella frase en la oscuridad de la sala con la misma naturalidad del que bebe agua cuando tiene sed.
Pero partiendo de ese valladar elemental, el psicoanálisis, a su manera, se afana en intentar apalabrar lo apalabrable, en decir sobre lo indecible, en merodear lo innombrable, ... manque pierda.

Y yo quisiera decir algo más sobre la peli de marras, a riesgo de perderme.

Se trata de una romántica historia de amor. 
Escribía yo el otro día..."Para mí, desde ya, carne de clásico", y es que, salvando todas las distancias y diferencias que ustedes quieran, se pone a rebufo de Casablanca, el clásico por excelencia, a quien le rinde homenaje en un guiño explícito. "¡Ála, tres pueblos te has pasao!" pensarán algunos, ...puede, pero para gustos los amores. También para los disgustos.
Una historia de amor romántica suele ser la historia de una pasión atravesada por un destino que se tuerce. Y hablar de destino es una forma de atribuirle una causalidad al puro azar, un designio a la casualidad, un sentido a la coincidencia.
Y de azarosa podríamos calificar la escena del flechazo de Mia, deambulante nocturna por las calles de una ciudad vacía tras habérsele llevado el coche la grúa. Azarosos pasos que le conducen por una acera en la que escucha los sones acompasados de un piano al pasar ante la puerta cerrada de un club. Se detiene. Retrocede. Duda un instante y se decide a entrar. Y allí sucede el milagro. La melodía que la cautiva la va a dejar estupefacta ( y a nosotros con ella) al ver que la interpreta al piano el tipo que le hizo en el atasco de la autopista una ofensiva peineta.
Flamante flashback en el que retomando desde la escena de la peineta nos presentan a Sebastian, un pianista de jazz semideshauciado que consigue que le den una segunda oportunidad de trabajar en el tal club tocando villancicos como música de fondo mientras los comensales celebran su cena de Navidad. Hastiado de repetir Jinglebells y Noche de paz se toma la licencia, contraviniendo las normas, de tocar por unos instantes su melodía favorita. Ese va a ser el momento preciso en el que Mia cruza ante el bar y capturada por sus acordes abre la puerta de una historia que cambiará sus vidas. 

¿Azar? Sí, azar, pero no sólo. También subjetividad. Resonancia emocional, pausa, atención, rectificación, y determinación. Si ignoramos este conjunto de condiciones nada de lo ocurrido hubiera sucedido. Si ignoramos lo que de nosotros se juega en el "azar" no seríamos más que marionetas animadas en manos de un fatum arbitrario y banal.
Pero no. Nosotros elegimos. Elegimos siempre. Incluso cuando nos rehusamos a elegir.
Elige Mia seguir la rueda de su destino con Greg, ese novio convencional que la lleva a una de esas cenas que pueden entretener tu vida a ninguna parte. Y elige Mia cuando pensando en la cita a la que ha faltado cree alucinar la melodía que la ha enamorado, y no, no alucina, otra vez el azar se le manifiesta vía hilo musical y ella, sí ella, decide arrancarse de aquella pantomima vacua y con un 'lo siento' y sin volver la vista atrás parte a la carrera rumbo hacia su destino, éste sí, guiado por su deseo.

No les voy a contar la peli. A quien ya la vio se le haría farragoso, y quién todavía no la haya visto ¿a qué esperan? Dejen de leer y no se la pierdan. No vale dejársela para cuando la pongan en la tele, o bajársela de internet. No sean cutres. Es una peli que pide ser vista en el cine. Sean generosos y regálense la experiencia. O no. Ya saben, cada uno elige.

Pero para quien ya la haya visto o quienes decidan ignorar mi recomendación haré un último comentario que, aviso, contiene spoilers.

Dijimos que era una historia de amor romántica, la historia de una pasión cuyo destino se tuerce. Es lo que suele sucederle a las pasiones cuando pasado el tiempo de las nubes aterrizan en la realidad y habitan en ella. Y la realidad es que ella es actriz y él, músico, y la vida les lleva a elecciones cruciales donde los caminos se bifurcan. (Ahí hay tema, pero hoy pasamos)
Elegante elipsis, que cinco años son nada. O todo.

Y llegamos al rotundo desenlace. Mia, convertida en estrella, está de visita en Hollywood. Casada con un apuesto galán y una hijita encantadora. Otra vez una cena por delante, un atasco y una elección. Y el azar, claro. ¡Es cine!
Caminando la pareja de vuelta al coche que está aparcado, en feliz coincidencia, junto a un local iluminado. Una última copa para cerrar la noche. Y está cantado. Al franquear la puerta Mia descubre en la pared el logotipo que ella diseñó para el proyecto soñado de Sebastian, el Seb's (y no Pincho de Pollo).  
Y si, allí está, el club de jazz que soñaron juntos. Lleno de gente que escucha tocar a una banda. Y allí está él. Y la mirada, asombrada primero y después doliente, en la que se encuentran. Y un largo silencio hasta que empieza a tocar su canción y contemplamos una recreación sincopada de la historia que fue y la que ojalá hubiera sido. Y Mia, un nudo en la garganta y en las tripas y un  "vámonos", pues no hay marcha atrás. Pero ya en la puerta se detiene y se gira. Y en ese instante decisivo, otra vez, se juega todo. En ese cruce de miradas el tiempo se detiene y se reconocen sus almas. La eternidad del instante sí, y una tormenta de silencio, y por fin él esboza una tenue sonrisa a la que ella responde con una complicidad agradecida. No hay más. Ella continúa su camino y él, tras una pausa, "one, two, three...come on", empieza a tocar una nueva canción. The end.

Gran cierre. Algo que se acaba mientras la vida, inexorable, continúa.
Pero vale la pena subrayar la importancia de esa penúltima pausa, la de Mia.
La diferencia que comporta salir huyendo del conflicto o afrontarlo y despedirse.
La diferencia que hay entre vivir la vida en fuga hacia adelante o cautivo de la melancolía, 
a vivir  la vida con tu presente en marcha y con tus recuerdos en paz.

Siento que cuando termine de escribir estas líneas por fin voy a poder soltar la cosa 'La La Land' que me ha tenido absorbido desde que la vi. Ya me vale.
Me deja un poso agridulce que, como la melodía, se va apagando racheadamente.
Y un posible epitafio para la tumba que nunca habitaré:

"Que nos quiten lo bailao"

Tan patoso yo. Amén.

                                                                              





                                                                                                                            En Mamouna, febrero de 2017