.

.

domingo, 24 de abril de 2016

No es lo mismo Hernández que Fernández

  






Soy un ignorante, soy un ignorante
No te veía y te tenía delante
                                                 
                                                  La Marabunta


Pues eso, que soy un ignorante, pero mi ignorancia no es docta, ni siquiera semidocta, sino amplia, generosa y convencida. Aunque yo no diré cómo dicen que dijo Sócrates, "sólo sé que no sé nada", porque aparte de no tener ni un atisbo de su ingenio, tampoco creo que eso sea así. Porque yo sé que sé poco, muy poco, requetepoco, pero ese poco que sé es algo, y algo es más que nada y aunque ese algo no sirva de mucho, ni para muchos, a mí me vale para ir tirando en este contubernio de claroscuros que es la vida. Así que aunque no suene  tan rotunda y extrema como la del Maestro, la diré a mi manera: Sé bien que sé poco, pero aunque mi poco no llene el granero, ayuda a su compañero. Y ahí voy. Ahí vamos.
Quien quiera venir, claro! Que este viaje en zapatillas no obliga a nadie, que es como el Camino de Santiago, lo hace quien quiere, porque quiere, cuando quiere y como quiere. 
A su aire y respirando.

He mentado al viejo Sócrates, del que vi una representación no hace mucho, encarnado por Jose María Pou.
Sócrates. Juicio y muerte de un ciudadano se llamaba, y fue una gran interpretación aclamada por el público y la crítica. Un par de meses después pude asistir en Madrid a ver Vida de Galileo de Bertold Bretch, interpretada por Ramón Fontseré. Fervorosos elogios y vuelta al ruedo a su vez. Vale, pero esta no es una columna teatral, así que me abstendré de hacer críticas al uso sobre las obras mencionadas. Me limitaré a comparar a los dos egregios personajes para ilustrar unos conceptos teóricos que considero capitales.

Veamos. En el caso de Sócrates ya sabemos, y el título de la obra lo dice explícito, de qué va la historia.
S es un filósofo militante en busca de la verdad. Pero la verdad es una cuestión muy vasta, con muchas caras para abordarla, y él se desmarca de sus insignes predecesores que indagaban sobre la verdadera naturaleza de las cosas para centrarse en un territorio bastante más escurridizo como es la verdad subjetiva. Practicaba para ello una técnica muy particular, la mayéutica, aquel arte que mediante la palabra alumbraba en el interlocutor la verdad subyacente tras sus contradicciones y falacias. Ese dar a luz verdades espinosas era una experiencia ardua y a menudo dolorosa, como un parto, y de ahí su etimología ('partera').
Guarda semejanzas con el oficio del psicoanálisis, pero también serias diferencias. 
Sócrates pensaba que el error en el que se hallaba sumido el afortunado discípulo improvisado era cosa de simple ignorancia, subsanable con un poco de paciencia y una buena explicación aclaratoria. La lógica de la verdad se impondría en su evidencia. Pero nosotros ya sabemos que evidentemente, evidente miente, a veces. Y también sabemos que el que los acorralados en sus imposturas se rebotaran ante las bienintencionadas lecciones lógicas del aplicado sabio no era cuestión de simple ignorancia informativa sino de algo bastante más proceloso que Freud denominó resistencias y que con Lacan llamamos goce.

Ya he dejado dicho en alguna otra ocasión qué en mi opinión el término 'goce' no es una buena elección, porque es equívoco, pero no un poco, sino mazo. Y tal como está el patio de enredado, flaco favor (nos) hacemos rizando el rizo. Pero es lo que hay y habrá que apechugar con ello.
Lo primero que hay que aclarar es que goce no es sinónimo de placer, ni de lejos, aunque en castellano parezcan vecinos semánticos. Hay que añadir a su vez que goce es un concepto muy polisémico de serie. Lo cual nos anuncia que el bacalao está servido. Así que me ceñiré a la acepción que en esta ocasión nos atañe, y que en su versión más simple reza así: aquel empuje a la completud que no quiere saber del límite.

¿Por qué creéis que llevaron a juicio a Sócrates?
Porque en su afán de instruir en la verdad a sus conciudadanos y confrontarlos con su falta les tocaba sus partes más sensibles, incluidas las narices y su narcisismo.
Tremendo temazo el del narcisismo que ya hemos tratado en algún otro post. Pero hoy aludiré a la vertiente de goce, es decir, de completud, que persigue la imagen especular, completud imaginaria a la que uno se aferra para no saber del tutifruti fragmentario que nos consiste la identidad, un patchwork de visceras revueltas e identificaciones variopintas al gusto del chef. Visto lo visto, mantener la imagen unitaria y sin tacha es primordial.
Verse confrontado uno con sus miserias agrieta el espejo y ese es un trance que no le agrada a nadie pasar, así que lo más sencillo es recurrir al borrón y espejo nuevo, a la vez que, de paso cañaso, al testigo eliminar.
No es lo mismo señalar con el dedo la llaga que el paciente en su desdicha quiere curar, y aún así, cuidadín!, que destaparle sus vergüenzas a un ateniense posturante en medio del ágora a una hora punta. Ojito con el amor propio herido. La venganza es un plato caliente que se sirve bien frío y por esos barrios tiene un nombre propio: Cicuta.
Pero ese es otro cantar.

El caso es que tenemos al buen Sócrates encerrado en la mazmorra esperando su cita con el veneno letal, cuando Critón, su fiel amigo y discípulo, atribulado, le ofrece la posibilidad de escapar.
"¿Toda una vida promulgando el respeto a la ley, para ahora, en el momento de la verdad, burlarla? No Critón, no vale la pena, me sentiría mendaz e indigno"
Así que con su dignidad bien pertrechada y la entereza que procura actuar en conciencia, afrontó sereno aquella muerte injusta, y con aquél acto irrevocable escribió su testamento ético. Cabeza de serie en el Olimpo filosófico, mártir laico y santo y seña de la Causa.

Galileo Galilei, por su parte, es ese sabio que estudia el firmamento con los ojos de la razón y un telescopio (el primero). Y con esos mimbres hace un mapa de las esferas soltándose y saltándose los prejuicios y sujetándose a las matemáticas. Y resulta que no le salen las cuentas. O mejor dicho, resulta que haciendo cuentas se encuentra con que la verdad sagrada es un cuento, es decir, es del orden del mito, y él juega en otra liga, la liga de la ciencia. Y claro, está cantado, Houston, tenemos un problema. 

Es ejemplar la escena en el palacio del príncipe de Florencia cuando va a mostrarles el hallazgo con el que refrenda la tesis copernicana del heliocentrismo, "que es la tierra, como los otros planetas, la que gira alrededor del sol", y los sabios de la corte se mofan de él con la soberbia que confiere la ignorancia, y en nombre del gran Aristóteles ni siquiera se dignan a observar por el telescopio.
Pero si desde la curia científica le cayó el desdén, desde la curia romana y su Santo Oficio le cayó la prisión y la amenaza de una condena por herejía como la que años atrás le costó la vida a Giordano Bruno. Visto lo visto y ante la inminencia de las torturas correspondientes, especialidad de la casa, decide retractarse y abjurar.
Salva la vida sí, pero no le sale gratis. Aparte de ser condenado a reclusión domiciliaria perpétua, la deshonra y el oprobio entre sus colegas y discípulos le persigue hasta sus últimos días.

Hay un diálogo imprescindible en la escena final con su antiguo discípulo Andrea, casi un hijo adoptivo, que durante el proceso inquisitorial siempre proclamó su convicción de que su maestro resistiría y que no claudicaría ante el embate obsceno de la canalla irracional, que estaría dispuesto a cumplir con su destino y afrontaría gallardamente la hoguera en pro de mantenerse fiel a la verdad.

Error. Horror. Va a ser que no. No fue una enorme decepción, o no solo eso. Fue más una traición cobarde, inconcebible e imperdonable. Un borrón imborrable en la inmaculada página que la historia reserva a sus héroes con aroma a chamusquina.
Galileo se disculpará con un lacónico "Pues sí, llevo muy mal el dolor, y mi cuerpo es alérgico a la tortura". Por otra parte, en esa prórroga que le sacó a la vida y en la soledad de su exilio doméstico, pudo redactar clandestinamente sus últimas elaboraciones astronómicas y dejarlas como impagable legado a la posteridad. Pero esa es otra historia.

Vale. A lo nuestro. ¿Y todo esto pa qué? se preguntarán ustedes vosotros, que decía aquél.
Y harán bien, porque he de confesar que a estas alturas, como ya viene siendo costumbre, no sé muy bien en qué acabará esto, cosas de la libre asociación y sus derivas significantes, 
que en su libertad resonante va improvisando un camino que no estaba en los mapas. Y ya sabemos que Itaca es la excusa perfecta para irse de marcha.

Hoy nuestra marcha ha partido de estos dos personajes que el azar trenzó en mi camino de aficionado al teatro, Sócrates y Galileo, que nos sirven de referentes para ilustrar un concepto tan bonito como es el de la posición subjetiva, que si nos ponemos ortodoxos, en psicoanálisis remite a aquella posición que adopta el sujeto en su encuentro con la castración (glups!).
Los que tengáis ya callos en los juanetes de acompañarme en estos extravíos sabéis que cuando decimos 'castración' estamos diciendo 'límite'. Y que éste, el límite, es el concepto clave de la película, sea cual sea la peli que estemos viendo.

Dicho esto, vemos que en circunstancias relativamente semejantes S y G optan por salidas bien diferentes. Uno, S, teniendo la oportunidad de salvar la vida de una condena injusta, renuncia a ella en nombre del respeto a la ley, algo que ha defendido siempre. Cuestión de coherencia, se supone.
El otro, ante la inminencia del bufido siniestro del potro quebranta huesos, donde dije digo, digo Diego. Un bocas.

En el Panteón de la Historia, Sócrates refulge con luz propia, y un aura de excelencia nimba su figura, intachable protomártir de la Ética.
Galileo, por su parte, ocupa un lugar señalado, pero en una casilla bien diferente, la de las víctimas de la intolerancia ciega ejercida implacablemente en nombre de la Fe. Munición de gran calibre, siempre a mano, en la cruzada anti religiosa, pero en lo que a su conducta respecta, poco se le reconoce de ejemplar. Y es que, como decíamos antes, no estuvo a la altura que se le presuponía para habitar eternamente en el podio de los mártires de la Causa.

Lo cual nos lleva inevitablemente a tener que preguntarnos de qué demonios se trata la tal Causa.

En realidad el tema concernido es lo de menos. Aquí lo que importa es la mayúscula, lo que intentamos representar con ella. Y para ello es preciso que introduzcamos un par de conceptos del estock psicoanalítico de los de recorrido más indeciso y errabundo ya desde su origen, pues Freud, por momentos, los utiliza indistintamente.
Se trata del Yo Ideal y del Ideal del Yo, los Hernández  y Fernández del psicoanálisis.

No les voy a aburrir con barbitúricas peripecias eruditas, una aventura tan excitante como ver crecer la hierba. Así que iré directamente al grano. Les voy a dar mi versión del asunto, que desde ya les digo que no se corresponde con los usos al uso, que a mí, personalmente, me resultan confusos. Seguramente es por defecto mío. Me he machacado bastante al respecto en el curso de mis andanzas por los logaritmos lacanianos, pero con los años me he ido relajando, y, asumiendo mi déficit, he llegado a la conclusión de que cuando distintos de sus exégetas dan versiones diferentes cuando no antitéticas de lo mismo, el tal 'lo mismo', más allá de mi miopía, no está claro.
Lo cual, una vez atravesado el pasmo y la orfandad correspondiente, resulta muy liberador, pues me legitima para dar mi visión particular, siempre y cuando  la argumente con criterio y rigor, cosa que honestamente intento.

Volviendo con los Dupond y Dupont del tema (que como sabrán, sólo se distinguen por el remate de sus mostachos), diré que ambos dos son modalidades del Ideal, pero en su homofonía de trabalenguas, representan dos modos o modelos muy diferentes.
Ya conocen por posts anteriores los Tiempos del Edipo, y en viendo Padres hay más que uno, recordarán que distinguíamos a un padre imaginario(o fálico), representado por Palminteri, el gánster, y un padre simbólico, De Niro, el conductor de autobús. Ya distinguimos sus dos modos de posición en relación a la ley, como Amo el primero y como su representante el segundo. Y decíamos que aquél era el representante de la completud y éste el representante de la falta. La falta en él álgebra lacaniana se representa como una barra ( ) y representa la llamada castración simbólica, que el padre ha ejercido en su función.

Vale, teniendo en cuenta estos elementos, sólo hay que aplicarlos a la cuestión del Ideal.
Y distinguiremos pues dos modalidades de Ideal.

El Yo Ideal, o Ideal que opera en régimen imaginario, es decir, sin límite, sin tacha o barra.
Yo le llamo coloquialmente el Ideal Tirano, y es aquél que rige nuestras vidas de manera tiránica, desde una exigencia extrema, insaciable y voraz, intolerante ante cualquier atisbo de falta. Uno hipoteca su vida en intentar alcanzarlo, calmarlo, colmarlo...pero es en vano. Nunca es suficiente, pues siempre falta algo, siempre falla algo, y aunque parezca increible, son legión los que están por la labor.

El Ideal del yo va a funcionar de otra manera, más tranqui. Le hace sitio a la falta y desde ella  se motiva en buscar aquello que alienta su deseo. Yo le llamo Ideal motor, y se convierte en la brújula que guía tus pasos, motor progresivo que empuja hacia delante pero haciéndole sitio al tropiezo, al 'casi', al 'por poco', al 'no se puede ganar siempre', al 'otra vez será', al 'no  hay mal que por bien no  venga', al 'por lo menos lo he intentado', al 'que nos quiten lo bailao'  y claro, al  'estuvo bien mientras duró'.

Si nos ponemos algebraicos los representaremos en su forma más simple, la I, inicial de ideal, atravesada o no por la barra ( / ), quedando (límites del grafismo asumidos) así:
I ) para el Ideal Tirano, ( sin barrar )
( I / ) para el Ideal motor, ( barrado )

Ahora ya estamos en condiciones de responder a la pregunta.
La Causa, así, mayusculada, remite al código de lo Imaginario, de las palabras henchidas que riegan de sangre la Historia, arengas de la estirpe del 'Por Dios, por la Patria y el Rey' con las que voz en grito se ha lanzado tanto soldadito anónimo a una muerte segura en pos de no se sabe qué maldita Gloria.
Y donde decimos 'Dios, Patria y Rey' podemos decir 'Libertad, Igualdad, Fraternidad' o 'Visca el Barça!', 'Trascendencia' o 'Psicoanálisis'.

Da igual ultra, fanático, iluminado o talibán. La cuestión es el tipo de vínculo que nos liga a la cosa, sea lo que fuere la tal. Pegado, fascinado, identificado, adicto, da igual. Fusión es confusión.
Huevo, Goce, Todo o Nada, Ideal.

Sócrates en su maximalista 'sólo sé que no sé nada' es congruente pues anticipa su elección postrera. Le consagra para la posteridad.
Yo me quedo con Galileo, con su apuesta por la verdad no-toda y su crepúsculo junto al mar.

Y es que no es lo mismo Hernández que Fernández, Zipi que Zape, Pili que Mili, o cualquier otros mellizos sin par, pues aunque parezcan iguales, no, no dan igual. Según quién gobierne tu barco, así será tu vida, así será tu navegar. 

Soy ateo, creo en el dios de las pequeñas cosas, Itaca puede esperar.



                                                                                               
                                                                                           Javier Arenas, en Mamouna, 24 de Abril de 2016