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sábado, 20 de junio de 2015

De la Resonancia Significante

        






“…Y aguzando la atención flotante y abriéndome a la resonancia significante, ahí  vamos, golpe  a golpe y verso a verso, haciendo camino al hablar.”

Así terminaba mi último post  en  zapatillas  y  por ahí  quiero retomar la  cuestión, pero ya  en  chanclas, pues la calor asoma.

Puede resultar  muy  machadiano, que lo  es,  pero yo, que no  soy  muy versado en  poesía  y  que mi paladar no alcanza a menudo a saborear las delicatessen del género, he  de reconocer que este poema que descubrí en mi ya lejana adolescencia con la voz de Serrat por bandera, sigue resonando en mi memoria con  la misma  fuerza, si no más,  que en  aquellos  días en que toda la vida estaba  por venir.

Ahora que  el  porvenir ya  vino y se  marchó, y con él tantas cosas, siento y asiento  la verdad profunda y  desnuda que aquellos versos anunciaban.  “Caminante no hay camino, se hace camino  al andar”. Pero no  es mi intención ponerme filosófico, ni poético, ni profundo. Simplemente aprovechar la sabiduría que esas palabras encierran para abordar aspectos que  conciernen al psicoanálisis, que  es lo que nos reúne en esta página.

Veamos. Hablábamos  del significante y sus hazañas. Vimos la condición significante del síntoma y  por lo tanto su dimensión lingüística. Vimos que el síntoma era una metáfora, una  sustitución desfigurada de  algo conflictivo reprimido, es decir, inconsciente. Ergo, concluímos  con Lacan, que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Así que también  dijimos que  el inconsciente habla, o se manifiesta,  siguiendo unas reglas, una gramática,  a través de las  llamadas formaciones del inconsciente. Y ahí alineamos lapsus, sueño y síntoma, distintas formas de emerger eso  reprimido que  empuja y que llamamos la verdad subjetiva,  diana a la  que un análisis apunta  y promueve desde su regla  fundamental que es la asociación libre, esa invitación a decir todo lo que venga  al pensamiento sin censurarlo, es  decir, un dejarse llevar por la propia inercia de  las palabras, que en su fluir van a decir más de  lo que se proponen,  y a ese despropósito lenguaraz le llamamos significancia. Cualidad que habita en las entrañas del significante que como dijimos es  polisémico, es decir, montaraz y promiscuo, y en su polisemia nos aboca al chismorreo y al malentendido estructural. Ese plus de sentido es  compadre  de ese viejo truhán  que es el doble sentido, famoso por sus chistes y su ironía, no siempre fina ni de buen gusto. Y nos preguntamos por qué el  significante era tan golfo, y  Lacan con Freud nos respondió que le venía de nacimiento. Porque el flamante significante se yergue ladino y ufano sobre la  tumba viva de la Cosa, la madre del  cordero, proscrita y vampira, esencialmente  morbosa. Y sus raíces  beben de ahí. Así que no  es  de extrañar que se crea el  rey del mambo y se comporte como  tal.


Vale. Tras tan prieto repaso, un par de respiraciones profundas y podemos proseguir. Pero, ¿a dónde vamos, si puede  saberse?     Ah!, ¡quí lo  sa!  Recuerden, no  hay camino, se hace camino al hablar.  

Así  que hablemos, sigamos hablando, dejémonos llevar por las palabras hacia donde ellas empujen, y empujan, lo noto, hacia atrás, o hacia arriba, según se mire, hacia la autocita que encabeza estas líneas, “y aguzando la atención flotante…”, y ahí nos encontramos un concepto fundamental del dispositivo analítico, la atención flotante, que es la particular actitud de escucha que el analista ejerce, pareja de baile de la libre asociación, y condición sine qua non para que el milagro suceda o la cosa funcione. Porque el libre decir  del analizante se lanza a los brazos del libre oír del analista en  una danza de sonidos y silencios  que teje un discurso  que podemos decir  musical, y sólo así se entiende que privilegiemos  la ruta del resonamiento sobre la del  razonamiento, una vía en la  que se imponen los ecos del significante sobre el  mensaje conceptual, porque es por la resonancia por la que el inconsciente  se despierta y susurra.

Si dijimos que el significante era ligón, o con más precisión, ligante, en tanto que atendamos a su capacidad resonante, podemos proponer desde ahí que la resonancia  sería  la  energía ligante del significante, una energía que podemos calificar de musical y  que es la  que modula el  lenguaje inconsciente. Y si sabemos  afinar el  oído y guardar el silencio debido podremos reconocer su melodía sutil cuando asoma en  el  tumulto del discurso y nos dibuja, como la tinta invisible, el hilo  conductor del  inconsciente.

Cualquiera que teclee en el buscador de Google la palabra resonancia se encontrará al instante con una lista bien surtida de sus distintas y variopintas acepciones pero es seguro que entre ellas no se tropezará con ninguna que la emparente ni remotamente con el psicoanálisis ni con el significante, de momento.
De sus múltiples presentaciones no hay ninguna que me interese así que rescato de mi biblioteca un viejo libro de Luis Racionero, “Oriente y Occidente”, donde de su recorrido por la filosofía china algún lejano día subrayé con mi lapicero un parrafito de un tal Tung Chung-shu que ahora transcribo: “Cuando tocamos la nota kung o la shang en un laúd, son respondidas por las notas kung y shang de otros instrumentos de cuerda. Suenan por sí mismas porque cuando dos “chi” son similares coalescen.”

No me pregunten qué diantres son los “chi” porque no tengo ni idea. Sé que un trabajo que se precie tiene que investigar a fondo los datos que se manejen. No es el caso en este caso. No tengo tiempo, la vida va al galope y tengo otras prioridades, así que asumo mi vasta ignorancia y sigo adelante.

Pero estarán conmigo en que la cita además de erudita es chula y pertinente. Nos viene como anillo al dedo. Pues creo que nos presenta un fenómeno que ilustra maravillosamente el tema que estamos elaborando, la resonancia intersignificante, y si le damos una vuelta de tuerca más, podemos decir que esa vibración armónica entre los “chis” de marras es una buena imagen para ilustrar una cara fundamental del fenómeno que nosotros llamamos transferencia, herramienta clave de nuestro hacer, entendiéndola aquí como ese estado de conexión singular entre el inconsciente del analista y el del analizante, en la línea que viene sosteniendo Nasio desde hace años.

Bueno, no quiero ponerme pesado ni repetirme. Simplemente diré que es congruente y nada mejor que una viñeta clínica para contrastarlo. Sirva para rastrear sobre el terreno las diversas cuestiones que hemos ido desgranando y para mostrar su aplicación práctica al dente.


Una manía sin fundamento

Es el caso de una mujer de unos cuarenta y, que acude a mi consulta tras un largo recorrido por otros gabinetes de corte cognitivo conductual. El motivo que la trae es que padece desde hace años un cuadro dominado por una intensa angustia consecuencia de un temor obsesivo hipocondríaco, su convicción de que va a contraer un cáncer y ante tal perspectiva se empleará a la busca y captura preventiva de cualquier indicio sospechoso mediante el rastreo concienzudo y sistemático de palparse todo su cuerpo. Y como quien busca halla, de cuando en cuando halla algún bultito que la confirma en sus temores y la aboca a una angustia en la que se rehoga unos días de sin vivir hasta que decide acudir al médico que la desmiente y tranquiliza…de nuevo. Porque la calma, claro, es transitoria y pronto se reinicia un nuevo ciclo de su pertinaz ritual palpante.

Presentar un fragmento clínico es siempre una tarea delicada por muchos aspectos. Uno de ellos es precisamente por su condición de fragmento, es decir, por esa labor de poda brutal de lo que es una historia personal mil veces compleja. Trataremos de recoger en ese recorte minimalista lo que llamaré lo molecular del caso.  

Casada y con una hija pequeña concebida por sorpresa tras muchos años de buscarla por todos los medios y fracasar sus tratamientos de fertilización e inseminación, es cuando dan por perdida esa vía y comienzan un proceso de adopción que queda milagrosamente embarazada.

Refiere una relación muy ambivalente con una madre muy dominante a la que no soporta pero de la que no se puede despegar. Sesión tras sesión hará un pormenorizado relato de los menosprecios y ofensas sufridas al tiempo que no se explica por qué ha de estar permanentemente pendiente de ella. Tiene una hermana unos años mayor y el padre murió en su temprana juventud. De él nunca habla, desde que en la primera sesión al yo preguntarle me informa de su muerte, y que fue un padre ausente por el trabajo y al que no le perdona que la dejara a merced de su madre. Simplemente no cuenta para ella, y nada cuenta de él.

Meses después asistió a un taller de psicodrama y trabajando con ella emergió inopinadamente un recuerdo en el que con cinco años se hallaba sentada en las rodillas del padre preguntándole a quién quería más, si a su hermana o a ella, a lo que el padre respondió que a las dos igual. Ella insiste en su pregunta “pero ¿a qué me quieres más a mí? Y el padre mantiene su respuesta de firme equidistancia. Resulta que luego referirá que en realidad ella sentía que su hermana era la favorita del padre, con quien mantenía más relación mientras ella “era de la madre”. En la rueda final hará un comentario sorprendente, “he pensado en que ¿y si mi padre se hubiera enamorado de mí? ¡Qué horror! ¡qué asco! No lo quiero ni pensar.” En una contorsión admirable, su deseo, cumplido en su imaginación, se revuelve amenazante contra ella.

A partir de esta irrupción estelar del padre en escena algo se mueve en la trastienda y su presencia empieza a infiltrar la trama.

Un día comenta que le ha aparecido un recuerdo que no puede quitarse de la cabeza. Tiene doce o trece años, está en el recreo del colegio y le asalta el pensamiento obsesivo de que se va a encontrar a su padre en la calle haciendo algo que no debía pues tendría que estar en su lugar de trabajo, como realmente sucedía. No se explica el porqué de ese pensamiento ni su insistencia. Dirá: “era una manía sin fundamento”.       Yo intervengo, le repito la frase y le pregunto qué asocia. Un breve silencio y responde muy sorprendida, “¡pues me ha venido mi manía con el cáncer!” y yo corto ahí la sesión.

Este tipo de intervención es característica de la práctica lacaniana y recibe el nombre de escansión. Es una operación de corte del discurso y puntuación significante de potencia megatónica. Suele concitar una cierta perplejidad y si ha sido afortunada, una avalancha de efectos asociativos.

En esta ocasión la pirueta verbal es fascinante pues ha hecho puente su recuerdo obsesivo puberal con el síntoma actual, presentificándose el padre a través de un sintagma explícito, “una manía sin fundamento”, y que denominamos equivalente discursivo.

Como vemos la cadena inconsciente ya está en marcha.

En una sesión posterior me hará la crónica detallada de su saga sintomal en un relato desde sus orígenes a partir de la muerte súbita del padre por un ictus que ella tuvo que afrontar sola pues “mi madre estaba con un ataque de histeria”. Se sorprende de la eficacia y la madurez con que gestionó la situación y de que no se sintió muy afectada. Pero a los pocos días empezó a sentirse mal. “El primer toque fue un dolor de cabeza que…bli, blu, bla…El siguiente achuchón fue cuando…blu, bli, bla…y ya, el gran subidón fue cuando …bli, bla, blu…”

Y es ahí cuando después de escuchar en silencio su minuciosa descripción de los hechos intervengo repitiéndole las tres frases que entresaco de su largo relato:

-Atienda: “El primer toque”…”el siguiente achuchón”…”el gran subidón”, ¿qué asocia?
-Hombre, pues ahora que lo dices así me suena…muy sexual.

Y entró en un silencio prolongado y profundo del que a pesar de mis requerimientos no salió. Corto la sesión.

Podría seguir y contarles qué se estaba cociendo en ese mutismo lapidario que desvelaría un par de sesiones después…canela fina, pero como decían en La Historia Interminable, “esa es otra historia” y nosotros tenemos que ir terminando. Apuntaré que refirió recuerdos precisos de índole sexual que desplegaban su fantasma edípico, pero por hoy ya me he extendido bastante y es el momento de recortar.

Sí haré un último comentario sobre lo expuesto.

Empezamos hablando de la dimensión lingüística del síntoma y continuamos con la resonancia significante, dos titulares de los que echan para atrás. Si has llegado hasta aquí querido lector has demostrado estar en posesión de un tesón a prueba de muermos y de una paciencia encomiable, virtudes ambas imprescindibles para acometer determinadas e inciertas travesías. Ésta, como puedes ahora ver, versaba sobre una introducción ardua pero necesaria para comprender la lógica interna del síntoma y en consonancia, la de nuestro hacer. Un hacer que prima la intervención a través del significante más que del significado y que comporta unas premisas teóricas y unas consecuencias prácticas. De cualquier forma cualquier primacía tiene el riesgo de convertirse en tiranía y de ejemplos está plagada la historia. Este campo no es una excepción.

Te emplazo abnegado lector a una próxima cita donde reivindicaré los derechos del significado, tantas veces ninguneado, cuando no injustamente difamado.

Feliz y liviano verano, y que la incertidumbre te sea favorable.

                                     En Mamouna, solsticio de verano de 2015   

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