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domingo, 5 de abril de 2015

LA PASIÓN PÚRPURA









En estos días de cirios y capirotes, donde el morado refulge como estandarte de los penitentes, puede ser una buena ocasión para pensar desapasionadamente acerca de esta extraña pasión por la pasión púrpura.

Hablaremos pues de la culpa, misteriosa dama oscura que acompaña al hombre (y a la mujer) desde que el hombre es hombre (y la mujer, mujer), pero a partir de aquí daré por sobrentendidos los paréntesis.

Basta asomarse a Google y teclear la palabra, para encontrarnos sumergidos en un debate posmoderno: culpa vs responsabilidad. Las páginas que lo acogen responden a encabezados tales que “somostodosuno.com”, “misuperaciónpersonal.com”, “piensaesgratis.com”, “coachingexitopersonal.com” y un largo etcétera que me/les ahorro por cuestión de espacio y tiempo.

Por resumir a las bravas, la cosa se pone maniquea, y la culpa sería una lastra judeocristiana que nos fueron inoculando de padres a hijos por generaciones y generaciones, generando por generar, no más que un sufrimiento estéril y causa de mal vivir.

Habría que corregir entonces esa distorsión cognitiva y sustituirla por un sentimiento de noble raigambre cual es la responsabilidad, cualidad emblemática de la madurez personal.

Con todas las reservas que me suscita meterme en debates ajenos, no puedo eludir mi responsabilidad en pronunciarme sobre un tema que me atañe directamente, pues en mi condición de analista atiendo diariamente a personas aquejadas del suplicio que la culpa procura. Y plantear la cosa en términos de debate-combate es como confundir las churras con las meninas. Va a ser que no.  

Culpa y responsabilidad desde su diferencia se complementan, y como decía Schopenhauer: “Allí donde radica la culpa, tiene que radicar también la responsabilidad…”. Quien esté interesado en profundizar en tan enjundioso asunto le recomiendo un texto que transita por el decir de algunos filósofos al respecto: “Culpa y responsabilidad como vertientes de la conciencia moral” de Roberto R. Aramayo, disponible en internet.

Así que centrándonos en el tema que abordamos, diré que la culpa es un dolor o aflicción moral que uno experimenta al infligir un daño o infringir un principio.

Y como el dolor físico, cumple una función homeostática. Me explico. Si uno toca la plancha encendida, duele, y sin pensárselo retirará la mano. Claro que no mola quemarse, pero mola menos abrasarse. El dolor aquí opera como señal de alarma para evitar un mal mayor. Es un regulador automático del sistema corporal. El problema pues, no es el dolor en sí mismo, sino sus disfunciones, es decir, su exceso (hiperestesia) y su defecto (anestesia), en este caso cuando no se la busca.

De la misma manera podemos pensar la culpa como un regulador del “aparato psíquico”, que vendría a velar la integridad de las fronteras morales ante el asalto pulsional, asalto que presenta dos frentes prínceps, el empuje incestuoso y el empuje parricida. Reconocerán en esta descripción una cartografía del paisaje edípico. Paisaje que es estructural y que damos por convenido, más allá de la versión mítica freudiana, tamizada y deconstruida por Lacan. (Me remito a otros textos del blog, como por ejemplo “Por el camino de Hitchcock II”).

Y siguiendo la analogía, es la transgresión de esas fronteras la que ocasionará ese dolor moral, entendiendo lo moral como la morada del vínculo, y si de vínculos hablamos, de amor se trata. Amor primario del cachorro al Otro, fundado sobre la inermidad del desamparo. Vínculos primarios que tejen nuestra identidad precaria, y que en ese tejerse, se teje el ser. Y es ese ser-tejido el que adviene sujeto.

Sujeto sujetado a una Ley que proviene del Otro, que lo representa. Internalizar su ley, es internalizar al Otro. Saltársela, es traicionarlo.
Esta operatoria de internalización del vínculo con el Otro es harto compleja y acontece en ese tiempo lógico que Freud denomina el desenlace del complejo de Edipo, desenlace bien curioso, pardiez, pues el lazo adentro queda, y más que de lazo, debiéramos hablar de nudo, nudo que es el núcleo duro de maese Superyo.

Y con el Superyo hemos topado amigo Sancho.                                       

Un querido amigo me imprecaba tiempo ha de esta guisa.                 “¡¡¡¿Pero todavía explicas esas cosas?!!!”

Y es que el Superyo, otro que tal, no tiene buena prensa, y razones no le faltan. En esta era de superhéroes tutiplén, paradójicamente no vende nada. Corren tiempos coaching y el SY, con su vetusto gabán y su ceñudo talante, parece muy fuera de onda. Vale. Pillado.

Pero que no sea trending topic y que su nick quede muy nietzschiano no le resta un ápice a su poder patógeno y craso error cometeríamos si le perdemos la pista. Porque en pos de la culpa íbamos y al SY hemos llegado. Ahora tendremos que dilucidar qué puente les une.

Diré, como dije antes del dolor, que el problema no es la culpa en sí, sino su disfunción. Es decir, la falta de culpa o su exceso. Y no son equidistantes ni simétricos. Es la culpa-de-más la que atoraba antes los confesionarios y ahora los consultorios. Y lo que antes se parcheaba intermitentemente con avemarías y padrenuestros ahora recurre a tofraniles y benzodiacepinas varias. Menos mal que entre las témporas y las mores, como diría José Agustín Goytisolo, nos queda la palabra. Y ahí está el psicoanálisis, trinchera de las palabras.

No estará de más distinguir entre la palabra hueca y la palabra jonda. Entre la palabra tapón y la palabra liberadora. En lacanés, entre la palabra imaginaria y la palabra simbólica.

La culpa-que-toca por un acto indigno, conlleva, además del dolor de haber pecado, el arrepentimiento y el pedir perdón, el propósito de enmienda y el cumplimiento de la penitencia, padre Ripalda dixit.

Esta compleja sintaxis de la conciencia moral que la liturgia católica desgrana está expuesta a distorsiones varias. Como cualquier otro duelo, precisa un proceso. Si tomamos como referencia el luto, sabemos que las distintas  tradiciones pautaban sus tiempos marcando los plazos de los colores de la indumentaria, desde el negro riguroso del comienzo, hasta, pasando por los grises y los claros, el reencuentro con los colores de la vida que resurge sobre la cicatriz del muerto. Este itinerario de tonos cambiantes reflejaba ese tránsito doliente que supone elaborar una pérdida. Y todos sabemos de alguien que se puso de luto y lo convirtió en su uniforme hasta la mortaja. Pegarse al negro que representa al objeto perdido es una forma vana de no soltarlo. Re-tenerlo.

La culpa-de-más denota un duelo de más. O mejor dicho, un duelo no resuelto. Es decir, un dolor sin plazos, es decir, sin límite, es decir, algo del orden de la experiencia que no atañe al dolor propiamente dicho sino al sufrimiento. Distinguir entre dolor y sufrimiento es ya un lugar común en cierto territorio psi. Diferencia operativa y crucial para el psicoanálisis, pues el campo del sufrimiento es el fértil humus donde se cultiva el goce, concepto aciago donde los haya, porque en su contaminación semántica se convierte en un cajón-desastre.

Explicar aquí y ahora qué demonios es el goce sería un acto suicida-homicida que ni Andreas Lubitz. Así que lo despacharé sin matices y sin contemplaciones. A bocajarro. Entenderemos por goce ese estado de fusión con la cosa que no quiere saber de límites, gracias.

Hay cientos de cienes de maneras de conjugarlo. La clínica es su escaparate. Y la culpa uno de sus activos más boyantes.

Llegados aquí, intermedio, intervalo, pause.

Confieso que esto se me ha ido de las manos. Es lo que tiene ponerse a escribir, que si te dejas, las palabras te llevan, y si no, te arrastran.

Llevados pues a estos lares, ¡al toro!, y que sea lo que el significante quiera.

Quedaría para cerrar la faena con un mínimo decoro articular goce, culpa y superyó. Ahí es na. Ganas me dan de dar la espantá. Voy pallá.

Freud a lo largo de muchos años de vérselas con sus neuróticos se apercibe de que detrás del cantar del mío síntoma subyace palpitante un empuje insidioso que llamará necesidad de castigo.

Esto, junto a otras fundadas razones que hoy, sorry, dejaré de lado, le lleva en un acto de coraje intelectual a remover los cimientos de sus postulados y formular una hipótesis revulsiva que agrieta el casco de la nave psicoanalítica. Se llama Más allá del principio del placer y marca un antes y un después, y créanme, no exagero, en la historia del psicoanálisis y de la subjetividad. Ese más allá es al que llamará pulsión de muerte, término de nuevo no muy afortunado, y que nosotros con Lacan, diremos, empuje al goce.

Dejando a un lado los desvaríos biologicistas con los que intenta justificar tamaña osadía, rescatamos un párrafo luminoso que dice así:

“Habría una inercia regresiva, un retorno al origen, un empuje intrínseco al restablecimiento de un estado anterior que ese ser vivo tuvo que abandonar bajo la influencia perturbadora de fuerzas exteriores.”

Y ahí, cualquiera que aguce su escucha, podrá reconocer la trama básica del Edipo.

Ese empuje a restablecer ese estadio fusional (Huevo o primer tiempo) que hubo que resignar ante la irrupción de esa fuerza exterior que es el padre, condensa la vertiente goce del Edipo.

Podríamos añadir, y ya sé que es forzar mucho la máquina, que en ese supuesto estado fusional donde se borrarían las diferencias, el baby, vendría a ocupar el lugar de objeto que completa al Otro todopoderoso. Otro que así oficia de Amo. Y puesto que no hay Amo sin esclavo, ya tenemos retratado el fundamento estructural del masoquismo. O como vengo designándolo hace años, el masamoquismo, la pasión por el Amo.

Ese Amo totipotente todos sabemos que es un fiasco y antes o después está condenado a morder el polvo, pero hete aquí que sorprendentemente va a ser resucitado y reencarnado en el candidato de turno, que haberlos haylos. La cosa es que no decaiga, y la pasión por el Amo se juega tanto en la escena exterior, la social, como en la interior, en el teatrillo que se monta in situ el aparato psíquico, en freudiano, el dueto sado maso entre el Superyo y el Yo.

Ya acabamos. La culpa-que-no-toca recrea íntimamente esa tortura que ejerce obsceno el Superyo sobre ese yo que se retuerce, obsceno también, en su salsa de re-mordimientos. Goce chungo del fustigante que se fustiga humillante entre estertores de éxtasis y mortificación. ¿Pero qué Amo divino se  relame en su trono?  

“¿Gozas, negro? ¡Tope, Buana!" cantaba La Polla en desafiante provocación.

Pienso en los negros víctimas del Kukusklan. No los veo celebrando al del cucurucho.
Capirote blanco, capirote púrpura, víctima o victimario de una misma pasión oscura y sin rostro. Siniestra tradición.

Habemus goce.


                                   En Mamouna, Pascua 2015

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