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domingo, 30 de marzo de 2014

PORNOVERDADES






                                                                                       A Zinedine Zidane, en su adiós.


Por fin anoche Francia derrotó a España y oé, oé, el globo nacional se pinchó. Confío en que la orquesta mediática cese en su estridente embauque patriótico y nos dé un respiro, porque ya dijimos que a menudo la verdad es cutre, pero alivia hacerle sitio.

Hablando de verdades y de globos, no hace mucho escuché a un colega proclamar que "Todos sabemos que a veces la verdad es pornográfica". Lo cual, tras el primer impacto, me llevó a preguntarme qué demonios es eso de pornográfico, en qué consiste. Ya sé, ya sé, las pelis x del plus, o la carne satinada de las revistas guarras. Pero, ¿en qué consiste esa dichosa x? o, ¿qué diantres significa realmente guarro?

Bueno, parece que la susodicha x es la incógnita más resabida y resabiada a ambos lados del Pecos, pues todo el mundo sabe que el contenido del material pornográfico versa sobre la mostración de sexo explícito. Y no hace falta ponerse semántico para constatar que guarro alude a algo especialmente sucio y que remite al animal que nos sustenta con sus deliciosos manjares más o menos ibéricos, también conocido como cerdo, cochino, marrano o puerco.

De donde se colige que el sexo explícito es algo que se considera eminentemente sucio y propio de animales, aunque curiosamente todos los datos confirman  que es un negocio al alza y que su consumo se multiplica sostenidamente y no corresponde a ninguna fiebre pasajera. La wikipedia señala que su uso preferente está destinado a la masturbación y por más que parezcan jurásicos los tiempos del ¿tu ti toqui? y los reblandecimientos meníngeos, no deja de ser cierto que pese a venderse desde los púlpitos de la modernidad  como un producto más del pujante mercado self service, un cierto pudor antiguo todavía colea cuando el tema sale a la luz y resopla.

Una amiga me contaba hace poco la extraña inquietud que le sobrevino al sorprender a su hijo y a su sobrino escondidos tocándose. ¿Qué hacer? -en el desconcierto del directo, un aluvión de dudas- ¿reprobar?, ¿desaconsejar?, ¿homologar?, ¿hacer como si nada?...Preguntó: "¿Qué pasa?". A lo que el sobrino, pues el hijo había desaparecido en estampida, contestó en tono confidencial: "Sexo...estamos jugando al sexo". Y ante tal erudita franqueza ella sólo supo preguntar con la mayor naturalidad posible:
"¿Y qué tal?". A lo que el chaval, genuíno, respondió impecable: "Pues bien y mal".
La vida misma.

Así pues la verdad es pornográfica y el sexo es conflictivo...¿Y?.

El problema no es ése. El problema es negar el problema. Creer, hacer creer, vender la creencia, de que hay agujeros negros o púrpuras, da igual, al paraíso. Da igual el ojete que el tercer ojo, pues ambos dos son pasajes para la gloria y para la mierda.

Garganta profunda se siente triste y vacía porque pese a su liberada vida sexual no encuentra el orgasmo. Un examen médico le revela que tiene el clítoris donde debiera tener la campanilla y suenan campanas tubulares cuando encuentra al tipo que da la talla.

¿Mensaje pernicioso o chiste grueso?

Francamente me parece mucho más obsceno y falaz el flamante escaparate de bestsellers sadomasos o el interminable catálogo de manuales de autoayuda que te prometen orgasmos múltiples y variopintos, recónditos puntos G o exóticas bolas chinas, por no promocionar los refinados kamasutra de bolsillo del último gurú de Malibú.

"No hay relación sexual" es el apotegma lacaniano en la primavera sesentayochista, jarro de agua fría para los ardores orgasmistas postreichianos."Haz el amor y no la guerra" fue la proclama antibelicista que caló entre los hijos de Kennedy objetores de Vietnam. "Folleu, folleu que el mon se acaba" era la consigna festiva y libertaria en los Canet Rock de la Transición...y un mundo después, apenas un suspiro, el rojo pasión de la revolución sexual acabó en el azul gaviota de la viagra. Así que nada que objetar a la tristeza post coitum de los clásicos. Dos mil años antes que el psicoanalista francés sabían de lo que hablaban.

Somos animales circundados y circuncidados por la palabra. Inexorablemente divididos. Desgajados del ser. Vivimos errantes y errando vamos. Y así nos va. Pero el error no es el horror. El horror anida en la oscuridad del no querer saber. Y la angustia que nos hace sufrir es la consecuencia de ese miedo a saber eso que uno no quiere saber que sabe.

"¿Qué será? ¿Qué será?", decía el viejo chiste de Jaimito. Adivina adivinanza que a cada uno le toca desvelar. O sintomar.

                                                                              
                                                                            Las Negras,  Junio de 2006

   

sábado, 15 de marzo de 2014

MEQUIVOCARSE



Es un lugar común la imagen que dibuja al psicoanálisis como una terapia un tanto rara y con ese cierto aire trasnochado que le da la presencia de un diván y de un señor tirando a distante que habla más bien poco (¡si es que habla!).

No glosaré aquí las tan celebradas virtudes del silencio, ni sus ventajas en lo que a con las moscas concierne, pero sí señalaré que el silencio activo facilita la escucha, una escucha ciertamente diferente, particular, literal, esto es, a la letra.

Tampoco voy a entrar a explicarles la sentencia vertebral de Lacan que así reza:

El inconsciente es/tá estructurado como un lenguaje”. La cito y ahí la dejo, como Pulgarcito, marcando el camino. Miga tiene, pero no es plan.

Vale, ¿y ahora qué? Pues sencillo, recapitulamos y seguimos.

El psicoanálisis es una terapia rara (diferente) porque la sostiene un señor (o señora, pero plis, no nos pongamos periquitos) que habla poco porque está más que en decir en escuchar.

Escuchar literalmente lo que uno dice, porque no importa tanto lo que se cuenta (el cuento, con permiso de Bucay) sino cómo se cuenta, y es en el acto de contarlo que a veces uno se va de la lengua, y ese puede ser un error fatal. Fatal de fatum, destino, uno de los nombres de ese algo que nos surca solapado a flor de frase, obstinado en dejarse ver, y que no se trata de otra cosa que de la verdad inconsciente, ese saber velado y vedado que puja y empuja entre líneas por meter la voz o la pata y romper e irrumpir en el discurso homologado y formal, dejando en evidencia al bruñido guión oficial.


“Soy muy desgraciada doctor”, me contaba atribulada una paciente. “No dejo de pensar en mi infidelidad…em, digoo, en mi infelicidad…”
“¿Su infidelidad?”, inquirí
“No, no. Es que mequivocao. Yo quería decir infelicidad”
-“Ya, ya, pero dijo infidelidad, ¿le dice eso algo?

Y sí, claro que le dijo, pero lo que respondió no sin apuro aquella mujer ya es otra historia. En concreto, su verdadera historia, no la que su Yo bribón pretendía colar de rondón.

Y es que, ya lo dije en su día y más de uno se rasgó las vestiduras, a menudo la verdad es cutre y se manifiesta no con Grandes Palabras sino en modos mucho más prosaicos, tal que un tropiezo o un olvido, un desliz o un tachón, distintos trajes del lapsus, divino tesoro, ora pro nobis.

Freud, el gran trasnochado, introdujo cien años ha el diván,no como un capricho extravagante sino para sustraerse a la mirada y ensancharle el sitio a la escucha, y desde ahí escribió la Psicopatología de la vida cotidiana, un texto seminal dedicado por entero a los fallidos que nos desmienten en el cada día.A cada cual le toca ver qué hace con sus enseñanzas.

 Mequivocarse y no desdecirse.
 Mequivocarse y no mirar para otro lado
 Al contrario, mequivocarse y coger al vuelo el gazapo furtivo, siendo cuidadosos de no apretar demasiado, y con nuestras manazas y nuestros prejuicios, ¡ay!, espachurrarlo.

Y es que mequivocarse es la contraseña del ser, un secreto a voces que ya proclamaban los clásicos en su famosa máxima: “Errare humanum est”, que en cristiano postconciliar quedaría como “ Mequivocarse nos hace humanos ”.
Veges tu, que diría mi abuela.

                                                                            Mamouna, julio de 2005