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sábado, 12 de abril de 2014

PSICOANÁLISIS Y CINE




                                     



Hubo un tiempo que Freud (pronúnciese Froid) se decía “f-r-e-u-d” y John Wayne, “yon vaine”. Yo vengo de allí.

Ahora que se revisa en voz alta la Mala Educación que recibimos y sus estragos, yo quiero hacerle sitio también a lo bueno que hubo, que lo hubo, y rendirle agradecido homenaje al padre Quinzá, (¿qué habrá sido de él?), aquel cura que me enseñó que Freud era Freud y el cine un camino de conocimiento.

¿Quién me iba a decir a mí que treinta años mas tarde, un suspiro, me iba a ver ante una amable audiencia, departiendo una charla sobre cine y psicoanálisis?

Y es que los caminos del señor, ya se sabe, son inescrutables, pero los de los demás no tanto. Mismamente , si escrutamos las trayectorias seguidas por el cine y el psicoanálisis, veremos que en su zigzagueo han dejado escrita una historia de encuentros y desencuentros desde su nacimiento hasta nuestros días .Pues es bien sabido que ambos dos son coetáneos, postreros alumbramientos de la Cultura en los estertores del siglo XIX, y ambos dos han sufrido las reticencias de sus mayores para hacerles un sitio en su estirpe, y así el cine, en sus aspiraciones a ser reconocido como el séptimo arte, nunca terminó de desembarazarse del lastre de sus orígenes como atracción de feria, y el psicoanálisis, por su parte, ahijado de la hipnosis y el magnetismo, sigue enredado en la tediosa discusión de si es o no es una ciencia.

Puede que por su común condición bastarda sus relaciones nunca cuajaran en algo serio. Si nos atenemos a los hechos, es conocido el rechazo explícito de Freud a las ofertas que le hace Hollywood para plasmar sus ideas en celuloide. Ello no impide que finalmente algunos discípulos se decidan a colaborar en la gestación de Secretos de un alma (1926) de G.W.Pabst, obra que inaugura un culebrón que no ha terminado.

Desconozco el resultado de aquel proyecto pionero de título tan entrañable, pues no he podido visionarla, pero dada la interminable muestra de maltratos posteriores dudo que sea la excepción que confirme la regla, que en palabras de un buen amigo reza así: El cine trata mal al psicoanálisis y a menudo lo maltrata.

Podríamos preguntarnos cuáles son las razones profundas de ese maltratamiento y seguro que la cosa tendría su enjundia, pero no creo ponerme salomónico si planteo el tema a la inversa, ¿Cómo trata el psicoanálisis al cine?, y francamente el resultado no es mucho más halagüeño.

Siempre hay excepciones, claro. Una ciertamente afortunada a mi entender la constituye el librito de reciente aparición tituladoEl cine en el diván, de Teodora Liébana, donde la autora hace una presentación de conceptos básicos del psicoanálisis a través de la lectura en clave psicoanalítica de algunas películas emblemáticas. Y tengo el honor y el deber de reconocerle el mérito que merece, pues por suerte o por desgracia es un libro que se entiende, y éste es un hecho bastante insólito en el ámbito que nos concierne. Uno podrá estar más o menos de acuerdo con su interpretación de los filmes comentados, pero para poder pronunciarse al respecto hace falta un paso previo tan básico como es entender lo que te están diciendo, y ese paso lo da con esmero.

Esa misma impresión me la produce la lectura de la mayoría de los textos freudianos. Me pregunto ¿qué demonios ha pasado para que entender el discurso psicoanalítico se haya convertido mayoritariamente en una sorpresa imprevista o en un evento nostálgico?

No sé si será un nuevo malestar o una ansiedad de siempre, pero en mi caso es algo que viene de lejos. Y apelar a la complejidad del objeto de nuestra disciplina, y por consiguiente a la complejidad de sus elaboraciones, no nos exime de nuestra responsabilidad como criptófilos obcecados cavando empedernidos el foso de incomunicación e incomprensión que hemos labrado a nuestro alrededor. Una cosa es ejercer de semblante en la sesión, y otra de orate en la calle. Valga un botón de muestra.

Seguramente todos recuerdan Recuerda, la obra canónica de Hitchcock sobre el psicoanálisis donde Gregory Peck es un presunto asesino amnésico e Ingrid Bergman la más linda psicoanalista que tocarte pudiera. Seguramente también recuerdan que el quid del asunto es que la amnesia vela un olvido más profundo y remoto, el recuerdo traumático del accidente que ocasionó la muerte de su hermanito, ensartado trágicamente en una verja negra.

Bien, les voy a leer un parrafito cualquiera de un ensayo sobre la película, de un tal Gabriel Espiño, editado en un libro titulado Psicoanálisis y cine. Dice así:
“Goce escópico del testigo que no testifica ni testamenta de una muerte y que a la vez no entra en el mercado de los intercambios discursivos, sino que se guarda y atesora en el camino extraviado (¿vía extra de goce?) de la desmemoria. Efecto de la pulsión de muerte que desenlaza hechos de sujetos sin eslabonarlos en discurso, pero que al contar de una vida donde el sujeto no se cuenta como historizado (no sabe quién es) genera la intervención del Otro opuesto al Goce escópico y su desvío represivo en olvido, marcando así el desalojo de ese Real pleno instalando una Ley que también es memoria de lo sucedido.”  Amén.

No sé si procede preguntar al respetable qué les pareció o directamente darles mi opinión.

Hace ya cien años que Freud nos abrió las puertas del inconsciente y nos dio las claves para descifrar el lenguaje de los sueños. No contempló la necesidad de descifrar el lenguaje psicoanalítico, que siempre pretendió claro y comprensible, a diferencia del discurso filosófico, oscuro y retorcido, al que no le escatimó sus críticas, críticas que no dudo volvería a desenfundar ante logomaquias y eruditos galimatías tan en boga.

Si bien es el propio Freud quien nos marca las pautas a seguir a través de sus Lecciones Introductorias(1916-1917), de cómo transmitir el ideario psicoanalítico de forma ejemplar a una audiencia lega en la materia, creo que el gran embajador del psicoanálisis tras la muerte de su fundador ha sido sir Alfred Hitchcock, y en el contrapunto, Woody Allen, su mejor enemigo. Por lo demás, flaco favor le ha hecho el cine a su compadre centenario con esa abultada y estrafalaria galería de fantoches con diván que ha poblado las pantallas hasta el escarnio. Ni siquiera una recreación digamos “realista” como la que hace Nanni Moretti en la laureada “La habitación del hijo”, resulta mínimamente estimulante.

Y es que hay algo propio a la experiencia psicoanalítica especialmente escurridizo y difícil de aprehender, como aquellas bolitas de mercurio de los termómetros rotos y el siempre esquivo y fotofóbico monstruo del lago Ness. Precisamente a esa irrepresentabilidad apela Freud cuando en su rechazo a la propuesta cinematográfica denuncia los riesgos de convertir el psicoanálisis en un espectáculo, algo que le está intrínsecamente vedado. Pero pese a sus temores fundados y largamente confirmados en caricaturas mil, creo que es posible pensar la relación entre el cine y el psicoanálisis de otra manera. Más allá de enzarzarnos en cruzadas puristas en defensa de La Causa (como así lo designaban entre ellos los miembros del comité del anillo, la guardia pretoriana freudiana), habría que aprovechar la tremenda potencia que el cine alberga.

De muestra otro botón.

¿Cuántos de los presentes que no sean del gremio conocen, tienen noticia, les suena, alguno de los legendarios Historiales Clínicos publicados por Freud? Son cinco: El caso Dora, el caso Juanito, el caso Schereber, el Hombre de las ratas y el Hombre de los lobos. Son apasionantes todos ellos, incluso como experiencia literaria. De hecho, no hace mucho, Juan José Millás prologó una edición popular de los Estudios sobre la histeria que inundó los quioscos. En cada plaza y en cada esquina se podía acceder a las entrañables tribulaciones de Elisabeth von R., Emmy de N o de miss Lucy Brown , desdichadas damiselas de la Viena finisecular.

Bien, vale, pero ahora comparen y díganme quién no recuerda el caso de Marnie la ladrona, esa cleptómana frígida y rubia, la única de la que hay noticia que se le resistiera a James Connery Bond.

O el caso de James Stewart, voyeurista impenitente, más interesado en espiar indiscretamente la ventana que tiene en frente que en mirar el pedazo de mujer, Grace Kelly, que tiene al lado. O necrofílico él, sorteando sus vértigos y sus pasiones, en pos del fantasma de una Kim Novak revivida de entre los muertos.

O a Anthony Perkins, aquel conserje pacato y tímido del motel de la casa de la colina, desde la que su anciana madre, o lo que de ella queda, sigue amargándole la existencia. Y es que ¡peliagudo asunto es éste de la psicosis!

Y quién no recuerda Recuerda, decíamos antes, inolvidable dislate de crimen y castigo inconsciente con el mismísimo Dalí pintando sus sueños locos, y así podríamos seguir un buen trecho, porque la obra de Hitchcock, si nos ponemos, da para todo un seminario de psicopatología.

Y de eso se trata. De poder conjugar Cine y Psicoanálisis de una forma rica y productiva. Aprovechar el material privilegiado que el texto visual nos suministra a partir de su condición logopática, es decir, de su capacidad de vehiculizar al unísono un discurso razonante a través de una plástica emocionante. El espacio emocional que el cine construye es de una naturaleza singular que le es propia y le distingue de otras propuestas expresivas de índole dramática con las que comparte un cierto territorio afín, como el Teatro y otros parientes más o menos lejanos. No voy a entrar en el análisis de estas cuestiones. No es el lugar ni el momento.

Sí quiero destacar el carácter experiencial, que no empírico ni teórico, de esta vía de conocimiento, como al principio la consideré. Ir al cine, contemplar una película, más allá de las palomitas, es, o puede llegar a serlo, una experiencia inolvidable. Son imágenes que impresionan, que dejan huella o remueven huellas, huellas mnémicas que diría Freud. 

Impactar al espectador más allá del truco fácil, cautivarlo, tenerlo en vilo, es un arte y no sencillo, que pasa por saber cocinar las identificaciones. Una vez listo, capturado por ese juego de luces y sombras en movimiento, uno se ve arrastrado a vivir la historia en curso como su más secreta ficción. Es precisamente esta dimensión vivencial la que le da al cine su gran potencia inclusiva y la que lo convierte en una herramienta de transmisión de primer orden que por su variedad y polivalencia constituye un filón casi inagotable. Desarrollar ese filón y sus posibilidades es una tarea que se viene haciendo aisladamente desde hace tiempo. Yo mismo vengo trabajando esa línea hace años y siempre me resultó muy fértil y agradecida, pero creo que se halla bastante desaprovechada. Así pues, bienvenidas sean las iniciativas que como el texto de Liébana desbrocen el camino para animar a recorrerlo.

Nuevos malestares, ansiedades de siempre, se intitulan las jornadas.

Los mismos perros con distintos collares que diría el Refranero, o

Lo mismo, de otra manera si aparcamos la retórica,
donde “lo mismo” sería de lo que el psicoanálisis da cuenta, es decir, del sujeto partido y sus infatigables afanes de remendar lo irremediable, y “la otra manera”, o una de las posibles, aquí vendría a ser el cine, ese reflejo privilegiado de la vida que más que ninguna otra ficción o artificio nos confronta a la verdad de las mentiras (Varguitas dixit).

Así pues, señoras, señores, quien quiera ya sabe, que pase y que vea.


           
            Texto de la ponencia presentada en las Primeras Jornadas de la @p.a.
                                                                                            Alicante, Mayo de 2004






1 comentario:

  1. Chapeau! Me uno, tardíamente, al aplauso. En cuanto al tal Espiño, guardémosle un lugar privilegiado junto a algunos magistrados del Supremo y a los críticos de Fotogramas.

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