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domingo, 23 de noviembre de 2014

DEL NARCISISMO Y OTRAS HIERBAS







Leo un aforismo en el Facebook que publica una amiga (“No vemos las cosas como son, sino como somos”- Krishnamurti) y entre la gama de impresiones que me despierta se me impone el recuerdo de un breve fragmento de un texto ya añejo y por lo demás olvidado, una cita de Oscar Wilde que Paulo Coello recoge en el prólogo de El Alquimista y que dice así:

Cuando Narciso murió, vinieron las Oréiadas –diosas del bosque- y vieron el lago transformado, de un lago de agua dulce, en un cántaro de lágrimas saladas.
-¿Por qué lloráis?- preguntaron las Oréiadas                                                                     -Lloro por Narciso – respondió el lago.                                                                              -Oh, no nos extraña que lloréis por Narciso. A pesar de que todas nosotras le perseguíamos siempre a través del bosque, vos erais el único que tenía la oportunidad de contemplar de cerca su belleza.                                                                                      -Entonces, ¿era bello Narciso?-preguntó el lago.                                               
 - ¿Quién sino vos podría saberlo?-respondieron sorprendidas las Oréiadas-. Después de todo, era sobre vuestra orilla dónde él se inclinaba todos los días.
El lago quedose inmóvil unos instantes. Finalmente dijo:                                                  -Lloro por narciso, pero nunca me había dado cuenta de que Narciso fuese bello. Lloro por Narciso porque cada vez que él se recostaba sobre mi orilla yo podía ver, en el fondo de sus ojos, mi propia belleza reflejada.

Y  compruebo en directo que el Narcisismo es cosa de dos. Dos ensimismados.

Veamos. Esta es una afirmación que precisa una explicación, pero la tal, me temo que sea demasiado compleja para hincarle el diente en un marco como éste, que se presupone liviano y amigable y en el que es de mal gusto largar tostones eruditos y solemnes. Así pues no sé si me estoy metiendo en un jardín intransitable. La única forma de saberlo es intentarlo. Ea pues.

Empezaré diciendo que el Narcisismo no goza precisamente de buena fama, y no le faltan motivos, pero quisiera, cual abogado del diablo,  levantar un dedo en su defensa, siempre dentro de una perspectiva psicoanalítica, que es el campo que me atañe.

Situémonos. Freud toma el término acuñado por Havelock Ellis unos años atrás, para referirse a una forma de amor que es el amor a sí mismo,  en  referencia al mito de Narciso, aquel hermoso hijo de ninfa que enamoraba a todos a su paso, pero incapaz a su vez de enamorarse de nadie. Hasta que un día, vengadora de tanto despechado, la diosa le condena a su propia medicina, enamorarse de alguien con quien no pueda consumar su amor. Y una mañana de calor, tras ir de cacería, Narciso se dispone a beber del agua del lago e inesperadamente queda fatalmente capturado por la belleza de ese rostro que le mira. Sea de sed o ahogado, la muerte allí le espera.

Tal vez convenga, como hace admirablemente Waterhouse, incorporar a la escena a la ninfa Eco, un personaje secundario que también arrastra un trágico destino. Su arte de contar hermosas historias a Hera, provoca que Zeus, esposo envidioso, la condene a sólo poder repetir el final de cuanta palabra oyese. Desolada vaga perdida en su soledad sonora hasta que atravesada de pasión por Narciso, sucumbirá, tras el desdén en su rechazo, de mortal e inútil melancolía.

Así pues, pese a su diferencia formal, dos pasiones fatales semejantes. Pues semejante es lo que subyace bajo el reflejo de una imagen o tras el eco de una voz. Nada. O mejor dicho, nada más que espejismos, de orden visual o sonoro. Reflejos o ecos de un Ideal. Territorio imaginario diría Lacan.

Y es bueno tener esto presente para no confundirnos, como sí le sucedió a Freud, al distinguir y oponer una libido narcisista vs otra objetal. Pero para entender de lo que hablo tendremos que ponernos en contexto. Y el contexto era muy, pero que muy, convulso. Corre 1914, La Gran Guerra resuena flamante en las principales cancillerías de Europa. Crisis de Imperios. Alemania pide la vez y alza la voz. Las trincheras tienen la última palabra. O en realidad las palabras no tienen lugar. Sólo la metralla, el gas y la bayoneta tienen algo que decir, y sólo pronuncian una palabra monocorde: muerte.

Pero hay otras guerras jugándose de forma larvada, sin que corra la sangre, pero sí la tinta. Es 1914 y Freud publica Introducción del narcisismo, un texto importante por el giro que introduce en algunos de sus postulados, pero del que quisiera destacar su metatexto. Acaba de romper con Jung (1913), su más dilecto discípulo, y está reciente la deserción de Adler (1911). Está enfrentándose a varias encrucijadas teóricas, pero el guante se lo ha lanzado Jung con su crítica al reduccionismo sexual con que Freud caracteriza a la libido,  frente a su concepción de la libido como una energía psíquica inespecífica, no sólo sexual, subyacente en todas las tendencias. Es ahí donde Freud se reafirma en la naturaleza sexual de la libido y formula sus dos modalidades (narcisista y objetal) intentando resolver, insatisfactoriamente, hay que decirlo, algunas contradicciones de su teoría. Es una propuesta que resultará provisional y que le llevará a elaborar una segunda teoría de las pulsiones (de vida y de muerte) unos años después. Pero siempre preservando una posición dualista frente al monismo junguiano. Lo cual no es cuestión baladí, por lo que esas posiciones encierran y denotan. Mas este asunto, de largo calado, he de dejarlo aquí.

El principal aporte es introducir el Narcisismo como un nuevo estadio libidinal entre el Autoerotismo y la Relación de objeto, donde el Yo será tomado como objeto.Y, congruentemente, va a situar en este estadio la constitución del Yo, bien es cierto que no explica cómo, más allá de esa frase enigmática y lapidaria: "Acontece de resultas de un nuevo acto psíquico". 

Es Lacan quien retoma la cuestión y en El estadio del espejo describe el fenómeno que da cuenta del tal “acto psíquico” que Freud apunta. Ese momento en el que el cachorro humano manifiesta un júbilo al ver su imagen en el espejo y reconocerse en su reflejo. “Ese soy yo”, sería la traducción en palabras de su alborozo. Y es comprensible esa fiesta, pues anda estrenando imagen y completud. Imagen de completud, frente al bacalao fragmentario del que venía. Cacao maravillao que se unifica y cobra forma precisa y distinta. Nada menos que la identidad, reflejo en un espejo. Espejismo pues. Maravilloso o ingrato espejismo, pero espejismo al fin.(¡Vaya estafa!)

Sería ingenuo pensar que esto sucede así, tal cual, “una, dos y tres, pollito inglés, aquí está usted!”. Hasta el recurso a este latiguillo nos delata. Es preciso que “alguien” te presente. Te señale y te designe. Cuestión de educación. Y ésa es la cuestión.   No podemos pensar el fenómeno sin la intervención de ese Otro significativo, llamémosle la Madre, que va a ir apalabrando toda su existencia. Sólo desde ese apalabramiento base, va a ser posible la procelosa inclusión del cachorro en el ámbito representacional. Acceder a esa imagen que nos representa no podrá ser sólo cosa de reflejos en un cristal azogado. ¿Qué sería de los niños ciegos? ¿No tendrían yo?...Es evidente que no va por ahí la cosa.

Es evidente que el espejo es una metáfora que remite a otros reflejos, que son los decires del Otro. Y que el espejo es el Otro. Y esos decires que nos tapizan la piel y las mucosas desde el primer encuentro, “mama, mi tesoro” o “qué daño me haces, mamón”, van a ir inscribiendo una particular versión de nosotros mismos que siempre será arbitraria, en función de las circunstancias que rodeen y atraviesen el vínculo primordial.

Un vínculo primordial que en principio es fusional, de supuesta completud, donde el baby (“his majesty, the baby!”, le llamaba Freud) es el rey del mambo, centro del Universo y destinatario de todas las atenciones y honores, pero que antes o después, habrá de ser destronado. Es la aparición de la figura paterna, que se presentifica por la mirada deseante de  la madre, la que produce la quiebra de ese espejismo de completud, la caída de ese supuesto trono vitalicio a la que el baby se ve abocado. En términos psicoanalíticos, a ese lugar glorioso, se le llama fálico, y a la tal gloria, Goce.

Así que es preciso despertar del sueño de reyes que creímos ser, para poder ser el príncipe o princesa que somos. Y heme a mi aquí, en medio de este cuento rosa, resistiéndome a hablar de otro cuento mítico que se llama Edipo y que trae cola. Así que trataré de pasar de perfil, cruzar los dedos y que no ladren los perros.

Entonces, recapitulemos. El curso lógico de los acontecimientos nos llevaría de un tiempo primero de espejismo estructural a una caída necesaria del guindo. Ese primer tiempo sería el campo del Narcisismo, campo fundante y fundamental de nuestra identidad. Le llamaremos Narcisismo trófico, bagaje esencial y necesario para aspirar a hacer de la vida un buen viaje. A distinguir del Narcisismo tóxico, que nos garantiza innumerables problemas. Consistiría en quedarte con el culo pegado al trono y no caerte cuando toca. Aferrarte al espejismo y quedar atrapado en él. Como Narciso.

¿Y qué pasa con el lago? Que su mirada nos abre a una nueva consideración. Si decíamos que en el narcisismo el Yo era tomado como objeto, podemos plantear, revirando los términos, que el objeto es tomado como Yo. Pues por lo que nos dice Oscar Wilde, él también está prendado y prendido de sí mismo, y no ve al otro. Él también está enfermo de narcisismo. Y retomo la tesis inicial de que el narcisismo es cosa de dos. Pero teniendo en cuenta que la lógica que lo rige, en el origen, no es simétrica. El Otro tiene una responsabilidad determinante en relación a qué lugar le da al cachorro, y desde luego no es, o no debería ser, el de el atributo que nos realza y falifica, sino ese ser tan vulnerable al que tendremos que amar, respetando su individualidad y su libertad. Y es por eso que debiera ser de lectura obligada para cualquier aspirante a padre o madre el poema de Kahlil Gibran que empieza así:

Tus hijos no son tus hijos
son hijos de la vida deseosa de sí misma.
No vienen de ti, sino a través de ti
y aunque estén contigo, no te pertenecen…

Y habrá que estar advertidos, porque siempre está al acecho la tentación de ejercer de Pigmalión, enamorado narcisísticamente de su obra, pues no otra cosa guió a Yaveh al crear a Adan a su imagen y semejanza.

Y el que no se reconozca en Narciso, que tire la primera piedra.


                                                                           En Mamouna, Noviembre del otoño 14

viernes, 24 de octubre de 2014

JUSTICIA POETICA

              
                                                 



¿Malos tiempos para la lírica? Puede, pero ahora que retorna crecida y ufana la gaviota carroñera presta a la pitanza de las migajas del pastel, el Príncipe de Asturias se desmarca de la banalidad ambiente y en un acto inesperado de justicia poética le hace un guiño desubicado al viejo Leonard y su famoso impermeable azul.

Pero ¿qué demonios es la justicia poética? ¿el chocolate del loro? ¿el último recurso de los desheredados de oficio? ¿retórica pret a porter?. Veamos. ¿Recuerdan a Lisbeth Salander, la inolvidable muchacha que soñaba con un bidón de gasolina pensando en los hombres que no la amaban demasiado? Son necesarias dos mil quinientas páginas de lectura febril para hacer justicia, pero al final, descubierto en su impostura, Teleborian y su orgullo, al trullo.

Ya sé que es una obra de ficción, pero como decía Lacan, la verdad tiene estructura de ficción, y son muchas las Lisbeth que no salen airosas de su encuentro con el Teleborian de turno, así que hay que celebrar cuando el azar nos regala tal evento. No hace mucho yo fui testigo de uno, les cuento. Una tarde oyendo la radio escuché un diálogo a dos voces entre una muchacha diagnosticada de psicosis y un egregio catedrático de psicocofarmacología o así. Ella, desde su curtida experiencia por los circuítos de la Salud Mental, denuncia y reclama que la Sanidad, el Sistema o el Sursum Corda, además del preceptivo psicofármaco cotidiano, le brinde la ayuda necesaria de una psicoterapia, la oportunidad de un lugar para la palabra.

"Mire señorita, a veces la palabra es tóxica" sentencia el ilustre Teleborian, tal vez traicionado en un descuido por su pensamiento reflejo. Atónita, ella le inquiere por tan pintoresca declaración, a lo que él responde con el paternalismo y la suficiencia de quien todo lo sabe, dándole una breve pero rotunda lección de anatomía y neurotransmisores, "donde la palabra, perdóneme usted, no pinta nada". Ya lo dijo hace siglo y medio Griesinger, un somatiker de laconismo semejante: "la locura es una enfermedad del cerebro". Kraepelin, el totem y referente fundador de la neuropsiquiatría del siglo XX, se preciaba de no entender la lengua de los estonios en su primer destino hospitalario, lo cual le evitaba las engorrosas distorsiones subjetivas de los enfermos tratados, a la manera del ínclito doctor House que prescinde por principio de hablar con el paciente, avalado por su impresionante arsenal tecnológico y semiológico y su desdeñosa misantropía. Así que ya se sabe, "a veces la palabra es tóxica", pero son precisamente afirmaciones como ésta las que intoxican el valor de las palabras y en nombre de una presunta objetividad científica se deja fuera la verdadera esencia del hombre, su alma lenguajera, su psijé, su psique.

La chica en cuestión se hace llamar Princesa Inca. Él, dejémoslo en Teleborian. Frente a la palabra tóxica y vacía de su interlocutor sabelotodo, ella escribe poemas que hablan de su forma de sentir la vida. Es la palabra viva versus la palabra muerta, un debate que no es un debate porque no hay color. 

De perdidos al río, y cuál, si no el de los versos rotos. Es lo que tiene la justicia poética.     Allí nos vemos.
                                                                     Noche de San Juan, 2011

(Princesa Inca recientemente ha publicado Mujer precipicio - poemas)


miércoles, 1 de octubre de 2014

Seminario Psicoanalítico: La Ruta del Bacalao






Cualquiera que se anime o se atreva a sumergirse un mínimo en las procelosas aguas psicoanalíticas pronto se topará entre su variada fauna marina con una presencia reiterada e ineludible, el bacalao.    
En lo que a mi respecta no entra entre mis preferencias, antes al contrario, me disgusta especialmente y se ha convertido desde hace bastantes años en una cuestión personal. Si el capitán Ahab consagró su vida a capturar a la ballena blanca, yo empleo la mía en denunciar el bacalao. Así pues dedicaré tres encuentros a intentar poner un poco de orden en un territorio donde cunde un considerable sarao conceptual.
Partiendo de una tarea preliminar e imprescindible como es tratar de esclarecer la confusión reinante entre dos conceptos base como son deseo y pulsión, tendremos las claves para proponer un criterio nosológico novedoso para pensar esa clínica bizarra que campea revuelta en ese territorio impreciso que componen los llamados trastornos límite y de los que la angustia es su divisa señera.

viernes, 19 de septiembre de 2014

La ruta del bacalao. The end.



           



            Decía Wittgenstein aquello de: “De lo que no se puede hablar, mucho mejor es               callarse”

La pregunta que nos tenemos que hacer es “¿qué es eso de lo que no se puede hablar?”
Creo que podemos convenir que no se refiere a lo prohibido, es decir, al tabú, al campo de lo reprimido, a todo ese batiburrillo de secretos que nos ocupan la vida, sino que atañe más bien a lo que las palabras no alcanzan, lo que referimos como indecible o inefable y que en psicoanálisis lacaniano conocemos como lo Real. Y en Matrix, el desierto de lo Real…

Pero frente a la máxima mutista de Wittgenstein, el psicoanálisis intenta decir algo sobre lo indecible, reflexionar sobre su condición. Intentar cernirlo fallidamente con palabras. Y digo fallidamente porque el significante está en falta, o como decíamos, es cojo. Y yo aún diría más, “porque es cojo… es”. O, si tensamos un poco más la frase, " porque escojo… soy".

Y es que escojo porque la realidad es incierta y ahí reside la raíz de nuestra libertad, divino tesoro, o más bien divino castigo, que nos expulsa del paraíso de lo natural y sus armonías, y nos aboca al trance del malentendido permanente y sus desencuentros. Es conocido el mito del Diluvio Universal como castigo iracundo y genocida de Jehová a la humanidad por sus pecados, que visto lo visto y dada la capacidad reproductora a prueba de conejos de los hijos de Noé, no sirvió de mucho. Escarmentado, Jehová impone un segundo castigo universal mucho más sutil e irreversible: la maldición babélica, que condena al hombre a la confusión de lenguas. Lo sucedido a los pies de aquel gigantesco Zigurat es el relato mítico del origen del bacalao que nos asola, y de la relación entre éstas dos cuestiones clave, lo Real y el bacalao, es que ha versado éste largo viaje que emprendimos hace ya unos cuantos años y que hoy llega a su fin. Un recorrido tortuoso y tenaz por los territorios de lo que se ha venido en llamar “la clínica de lo Real” y que nosotros hemos propuesto llamarla “clínica de la pulsión”, poniendo especial y aguerrida atención en ese fenómeno espurio que infiltra el discurso y que me animé a llamar el bacalao. Por cierto, me pidieron si podía aclarar el concepto o redefinirlo… y esto es lo que me salió:

Bacalao: dícese del estado de confusión y/o contradicción conceptual generalmente soslayado y/o revestido de certidumbre falaz. Habría que añadir que esa querencia por lo falaz es lo que lo emparenta con la chirla, pero dejar claro que aunque se solapen no son lo mismo, siendo la confusión lo propio del bacalao, y la trampa el alma de la chirla. 

Volviendo a Wittgenstein, con el que empezábamos hoy, si su propuesta es que ante lo indecible mejor dejar las palabras y darle la voz al silencio, yo prefiero apostar por la ruta intangible de la poesía, que como Alejandra Pizarnik dejó dicho, se afana en atesorar palabras muy puras para crear nuevos silencios.

Evohé. Evohé.


domingo, 14 de septiembre de 2014

HECHOS DE NUBES




El tema a escribir pasaba por el Agua y se me presentó presta aquella estrofa que dice:
“Tú y yo muchacha estamos hechos de nubes, pero ¿quién nos ata? pero ¿quién nos ata?”
que cantaba Pablo Guerrero en aquellos tiempos en que el tiempo era más ancho y aún quedaban primaveras… Ahora que llegó el otoño aunque luzca un sol inclemente de verano y la noche huela a jazmín pienso en qué habrá sido de aquella muchacha con quien compartí besos y sueños al compás de melodías que anunciaban que una fuerte lluvia iba a caer y que limpiaría al fin el aire gris y espeso de tantos años de casposa dictadura. Ha caído bastante desde entonces y algunos ya no están aquí para contarlo. Otros sí que estamos, pero no tenemos mucho que contar, o ganas de contarlo. El Tsunami que nos azota empuja al Todo vale y al Sálvese quien pueda, pero no, no vale todo y ya se sabe que en caso de naufragio hay un código ancestral que establece que las mujeres y los niños primero. Son verdades de siempre que hay que volver a enunciar porque hay mucha desmemoria y mucho canalla suelto.
No habrá paz para los malvados es el aleccionador título del terso thriller con el que Urbizu ganó los Goya. Pero el mensaje que instilan sus postreras imágenes es bastante más desazonador y más bien nos revela que no hay manera de que los malditos malvados nos dejen de una puñetera vez en paz. Y donde digo malvados incluyo a banqueros con prima y sin levita, capos de casino y del ladrillo, prelados pederastas, jueces marbelleros, eres que erres y gurtels de postín. Pandilla.
Lo más grave es que la insidia lo infiltra todo y donde menos te lo esperas, ay, salta la liebre o sale un ratón. Le llaman fuego amigo. A mí me pilló por sorpresa leyendo una crítica de libros en una revista de psicoterapia humanista a propósito de un texto reciente de Onfray sobre Freud. De Onfray y su ardor filosófico diletante nos podíamos esperar su tendenciosa escabechina del padre del psicoanálisis. Otras egregias cabezas rodaron antes y personalmente me traen sin cuidado las razones de su pasión jíbara. Del crítico de marras, un colega psi supongo, no. Y no porque a Freud no se le pueda criticar ¡faltaría más, por Tutatis!...sino por desde dónde y el lineamiento ideológico que destilan sus palabras. No es nuevo, por supuesto, más bien diría que es viejo, demasiado viejo.
Se entiende que Perls, psicoanalista en sus orígenes, en su proceso de redefinición profesional tuviera que “matar al padre” para alumbrar su nueva vía. Es la vieja senda dialéctica, que a la Tesis se le oponga una Antítesis para que a su debido tiempo nos nazca una linda Síntesis con un vigor renovado. Así progresa el conocimiento.
Llevo treinta años ejerciendo de psicoanalista y casi veinte impartiendo formación en psicoanálisis a los alumnos del curso de Psicoterapia Integrativa Clínica, mayoritariamente guestaltistas, y puedo decir con Heráclito que uno no se baña dos veces en el mismo río. Me he zambullido tantas veces en aguas tan diferentes, me he empapado del remanso y del movimiento en mi flujo por la continuidad que sé que somos sinergia creativa, fronteras nutricias de la diversidad. Pero esa diversidad comparte un hilo conductor franco. Entendemos la psicoterapia como un viaje hacia la verdad del sujeto, es decir, hacia la verdad de su deseo, y más allá de sus múltiples vicisitudes sabemos que en el núcleo duro de ese proceso nos habremos de enfrentar con un conflicto estructural, ese pulso constante entre la ley y el goce, lo que en castizo se dice “hecha la ley, hecha la trampa” y que Freud teoriza como complejo de Edipo. Tildarlo de coyuntura personal del vienés apunta a sonoro despropósito.
Recojo promoción tras promoción el reconocimiento agradecido de los que en las enseñanzas freudolacanianas encontraron las coordenadas para poder pensar al sujeto en clave brujular y escuchar su discurso como una corriente donde la verdad inconsciente se manifiesta como bengalas furtivas llenando de luz lo que era oscuridad.
Opino que linchar a Freud desde la Gestalt hoy en día está fuera de lugar y que es más bien un resabio añejo que huele a naftalina, a prejuicio rancio o a una lectura cuando menos bastante superficial, viejas ataduras invisibles soterradas bajo los ruidosos ecos de la posmodernidad. Pero ya vale. Hay que marcar, delgadas o no, algunas precisas líneas rojas. Delimitar cuáles son los márgenes a respetar para compartir o no una cierta mirada común. Y no olvidar que no hay nudo marinero que ate al agua, que las redes que nos apresan son imaginarias y que la vía de salida del síntoma es la palabra encarnada.
Y puestos a hablar de agua, que era el tema,
si como decía el poeta estamos hechos de nubes,
es de cajón que somos hijos de la lluvia…
alma de río… cuerpo de ola… destino de mar…
y sí, claro, semilla de nube… agüita amarilla…
…y vuelta a empezar.

                                                                                           
                                                                                     En Las Negras,solsticio de junio 2012
  

jueves, 11 de septiembre de 2014

CREER. CREAR.







"Soy ateo por la gracia de Dios" declaraba socarronamente Luis Buñuel siempre que podía.
"Soy ateo por desgracia, señor, señor" parafrasearía yo, aunque quizás sea más preciso pronunciarme como excreyente, porque a día de hoy confieso que no sé muy bien de qué hablamos cuando hablamos de Dios. Antes era más fácil pues, desde una perspectiva etnocentrista, o creías en el Dios verdadero que establecía la religión monoteísta de turno (judaísmo, cristianismo o islamismo) o lo llevabas claro como adorador de cualquiera de los infinitos dioses paganos. La historia de las religiones es un relato apasionante de las mil y una vicisitudes que ese irreductible empuje a creer en lo sobrenatural ha dado de sí a lo largo y ancho de los siglos, los continentes y las culturas. Somos anhelo de inmortalidad. Pero desde hace tiempo, cada vez más a menudo, a mi alrededor y desde internet ni te cuento, he ido contactando como un turista en un garage con esa otra corriente en la estela de la sabiduría oriental que plantea la relación con la divinidad por fuera de las religiones, sustrayéndose a sus dogmas y sus liturgias y apuntando a una dimensión más abstracta que se enuncia con términos sitiadores de lo inefable como  la trascendencia, lo sagrado o el misterio, y que giran alrededor o en pos del Ser o del Uno. En ese selecto club de la conciencia cósmica, claro,  ancha es Castilla, y como es bien sabido, el Tao que se puede nombrar no es el verdadero Tao, prerrogativa inherente a lo Real, desde siempre perdido para siempre.
Sé que éste es un tema extremadamente delicado donde el cuestionamiento, hasta no hace demasiado, te llevaba a la hoguera. Aunque Nietzsche proclamara la muerte de Dios hace más de cien años, otras inquisiciones tomaron el testigo. Por eso me parece admirable la tarea prometeica que Charles Darwin llevó a cabo con la escritura y publicación de El origen de las especies. Una verdadera hazaña intelectual, un punto y aparte irreversible en el tortuoso camino de la ciencia, pero, no lo olvidemos, también y esencialmente, un pronunciamiento radicalmente  ético.

Este verano tuve la fortuna de ver La duda de Darwin (Creation), una joyita perdida en la soledad de la programación televisiva de madrugada. Con Paul Bettany y (cielos!) Jennifer Connelly. Potente y sutil. Con sabor a cine inglés del bueno, aunque sea americana. No se la pierdan.

viernes, 5 de septiembre de 2014

REQUIEM





Cumplí hace poco 57 años. No es cualquier cifra. Humphrey la palmó con 57. Desde antiguo he tenido cierto fetichismo con los guarismos de la edad. Con ciertos guarismos. No me interesan las decenas (los 40, los 50...) ni la soledad de los números primos. Llaman mi atención más bien los que podríamos llamar guarismos narcisistas, es decir, los afectados por un cierto espejeo, como por ejemplo los capicúa. Recuerdo la fascinación que ejercía en mi el 33, "la edad de Cristo" (y de Alejandro Magno!). Alcanzar tal cifra fue como coronar una cima mítica que hasta entonces había operado de techo. Después vinieron en su inexorable inercia los 44, los 55...y de repente casi sin darme cuenta los 57, con la particularidad de que nací en 1957, ¡57 desde el 57!, otro eco en el que me alcanzo esta vez a mi mismo. Soy de letras y estas coincidencias numéricas despiertan en mi una extraña turbación íntima. Entiendo bien por qué a algunos psicóticos les flipan. Es tentador atribuirles valor de señal y por ese camino, camino verde, transitar al delirio. Porque ir más allá de Bogart es de alguna manera ir más allá del padre, rebasarle, superarlo, y eso, ya se sabe, es cualquier cosa menos un accidente, del que nadie es inocente. Para rematar la función muere Lauren Bacall ay!, y nos deja irreparablemente huérfanos a los hijos de los sueños en blanco y negro. Tan lejos y tan cerca, a un soplo, de la fosa común del tiempo y del olvido que el poeta cantó. Just (a) blow. Nos vemos flaca. Amén.

domingo, 29 de junio de 2014

APROXIMACIÓN A LA PASIÓN: Un paseo por el amor y la muerte, y la locura

        




          Hablar de la pasión en veinte minutos no es lo mismo que hablar de la pasión durante veinte minutos, como no sería lo mismo cazar una ballena en 20 min que cazarla durante los 20 idem de marras, pues lo segundo evidentemente no garantiza su captura, sobre todo si la ballena en cuestión se llama Moby Dick, y si no que se lo pregunten al capitán Ahab, si es que alguien sabe hablar con los muertos. Porque Ahab se pasó media vida persiguiendo a la ballena blanca y nunca llegó a cazarla. Si acaso, Ella le cazó a él y se lo llevó para siempre atado a su lomo, rumbo al fondo sin fondo de los abismos de la mar océana.

          Es una historia más del fulgor mortífero que la pasión desatada conlleva, y yo sólo dispongo de 20 minutos, ahora ya 18, para hablarles de algo que uno puede pasarse la vida persiguiendo en vano sin conseguir nunca llegarlo a amarrar.
          Así que a la manera de Robert Redford cuando le susurraba a los caballos, intentaré acercarme con tiento a esa bestia herida que es la pasión. Una sucinta aproximación, a modo de paseo por el amor y la muerte que decía el maestro Huston, haciéndole sitio a esa estrella, invitada o no, pero sí desnortada, que llamamos locura.
Porque la pasión com il fau es fou, o dicho en castellano de Castilla, la pasión que se precie es loca.
          Jorge Wagensberg, un eminente científico y optimista, afirma en uno de sus aforismos que la pasión amorosa es una demencia que se cura en dos años. Sería pues una locura que se cura en un plazo razonable. Entiendo que se refiere a la variante benigna de la afección, su versión domesticada y más corriente. A mi me interesa explorar esa otra especie más mórbida y morbosa, la pasión salvaje, esa que te asalta sin previo aviso y que no atiende a razones, esa que una vez que te ha mordido te invade y se adueña de ti y ya has perdido, pues lo que la experiencia nos muestra con insistente tozudez  es que o la pierdes o te pierdes. No hay término medio, ni happy end.
          La pasión de la que hablamos irrumpe furiosa como una bestia herida en busca de un Amor transido de imposible o con aromas de prohibido, lindante siempre con la muerte y la locura. Tendríamos que preguntarnos por la insoslayable presencia de tan egregios lindes. ¿Quién demonios los invitó? ¿Qué pintan en esta fiesta?
          Para intentar responder a esas preguntas nada más indicado que asomarnos invisibles y fisgonear la susodicha, que resulta ser como un festival de cine de mi memoria con las más variopintas películas de ayer y de hoy, mientras de fondo suena una canción del maestro Sabina que aún sin la música seguramente sabréis reconocer su estribillo:

                   “…y morirme contigo si te matas
                         y matarme contigo si te mueres
                         porque el amor cuando no muere mata
                         porque amores que matan nunca mueren…”

          ¡Qué romántico por favor!…y es tal el alud de imágenes que me sobrevienen que tengo que hacerme a un lado para que no me arrollen.

          Veo a Gregory Peck y a Jennifer Jones matándose a tiros en la montaña de Duelo al sol, y arrastrarse desesperadamente buscándose mientras se desangran, para alcanzar a rozarse las manos en un último esfuerzo con su último suspiro.
          Veo a Sean Connery con Audrie Hepburn, viejos amantes viejos, en Robin y Marian, lanzando una flecha al cielo vacío de Sherwood al tiempo que balbucea su postrera voluntad, “enterradnos juntos donde la saeta caiga”, mientras expira envenenado por un veneno de amor que ella también ha tomado.
          Veo a Petronio agonizar sereno junto a su querida esclava, cuyo nombre ay, no recuerdo, con las venas cortadas, su penúltimo chiste dirigido a un Nerón Ustinov que toca la lira y delira ante una Roma calcinada que se pregunta ¿Quo vadis?.
          Veo a Cleopatra y Marco Antonio follando como locos antes de matarse a espada y a serpiente, veo a Romeo y Julieta víctimas adolescentes de una pasión secreta y de un error apresurado, veo a la bella y a la bestia, pasión mortal, llámese King Kong o llámese Drácula, o llámese Marlon, Marlon Brando pegando su chicle en la barandilla de ese balcón de Paris donde bailó su último tango.
          Y en Sevilla que es una maravilla veo a la Carmen de Merime o de Bizet o de Saura con una faca clavada en su vientre por un don José ciego de celos como tantos otros machitos despechados que salen cada día en las noticias. Y veo a los chinos de la China en Deseo y Peligro, la última de Ang Lee , ese romance sin salida de dos amantes de bandos enemigos, y cómo ella en el preciso instante de ir a consumar su traición mortal da un paso atrás y le salva, condenándose a si misma al pelotón de fusilamiento.
          Y ahora al Japón, al Imperio de los sentidos, del maestro Oshima, un título mítico, incomparable lección para hacer luz en este carnaval oscuro de amor y muerte que vamos viendo. Podría bien haberse llamado el Imperio de la pasión, como traducirían torticeramente su siguiente trabajo, porque para mi recrea de forma ejemplar y desnuda la geometría exacta de la pasión.
          Me explico: Sada, la nueva doncella, desea al amo Kichizo tras verlo fornicar con su mujer. O mejor sería decir que desea ocupar el lugar de su mujer, es decir, el lugar que convoca el deseo del amo, más que al amo propiamente. Y lo seduce, es decir, se convierte en su objeto de culto y a él en su adorador, exigiéndole religiosamente su devoción incondicional y exclusiva, reclamándole imperiosamente que se ofrende para satisfacerla en su frenesí sexual. Y él se presta incansable a cumplir su exigencia. Pero su exigencia es voraz e insaciable y siempre quiere algo más. Fornicar a todas horas no es suficiente. Pronto se vuelve aburrido. Hay que hacer más excitante el juego. Hay que jugar más y más fuerte, como se dice vulgarmente, a muerte, y qué es jugar a muerte sino jugarse la vida, al límite...y ahí la pasión muestra su rostro más feroz y transgresor, apurando el límite de la vida y de la muerte, tentándolo, amagándolo, bordeándolo, y claro, siendo consecuentes, franqueándolo.
         Él muere inmolado, asfixiado en sus manos, mientras ella se retuerce entre espasmos de placer en un interminable orgasmo de muerte. En la muerte él encuentra el límite real a su pasión sin límite…¿y ella? Ella vive, pero al precio de volverse loca.     La encontraron deambulando absorta y perdida por las calles de Tokio con el pene cercenado de Kichizo ensangrentándole la boca…

¿Hace falta más?

          Veamos una variante del acto de inmolarse en nombre de la pasión fatal. Se trata de El marido de la peluquera, otra joyita que refulge en la transparencia de sus líneas maestras. La historia de una pasión apacible y modesta en el seno de una peluquería de barrio, prácticamente ajenos al mundo, a no ser por los clientes que gotean intrusos y abstrusos, de tanto en tanto, en la penumbra del local.
          En  el desenlace, tras una noche de lluvia y lujuria, Matilde sale un momento a comprar yogures. Jamás regresará. Se arroja resuelta a un caudal de aguas turbulentas, sin rastro de sirenitas ni de coral. Ha dejado escrita una carta para Antoine:

          “Mi amor, me voy antes de que te vayas tú. Me voy antes de que dejes desearme, porque entonces sólo nos quedará la ternura y sé que no será suficiente. Me voy antes de ser desgraciada. Me voy llevando el sabor de tus abrazos, llevando tu olor, tu mirada, tus besos. Me voy llevándome el recuerdo de los mejores años de mi vida, los que me diste tú. Te beso infinitamente, hasta morir. Siempre te he amado. No he amado a nadie más. Me voy para que nunca me olvides. Matilde.”

          Ella se va para no afrontar la falta que el paso del tiempo esculpiría irremediablemente en su Amor Ideal, transformándolo en simple ternura. Él se queda anodino haciendo crucigramas sin echarla en falta, porque, cual Aigor indolente preguntado por su joroba, respondería: ¿falta? ¿qué falta?
          No querer saber de la Falta. No querer saber del Límite. Ése es el motivo y motor que anida en la pasión, espejismo de completud.
           Freud nos legó hallazgos fundamentales para intentar vislumbrar el sentido del sinsentido. Nunca fue tan decisivo como cuando se decidió a corregirse a sí mismo y propuso como regulador de la vida psíquica un más allá del principio del placer, una pulsión que llamará de muerte, más allá del eros, y que Lacan designará como empuje al goce. No les voy a aburrir ni a abrumar con la compleja teorización que esta propuesta encierra. Pero sí decirles que sólo desde ahí se entienden muchas cosas que si no, no. Entre ellas el tema que llevamos entre manos, este paseo por el amor, la muerte y la locura que concierta la pasión.
          Porque, ¿qué es la locura sino la falta de límite?, ¿qué son los amores prohibidos sino aquellos que lo transgreden? Y ¿qué la muerte, sino la última y delgada línea roja?
          El Límite que introduce la Ley simbólica instaura la Falta, que es la condición del deseo, porque sólo se desea lo que falta, y es por esa vía que advenimos como sujetos, sujetos deseantes adscritos a la ley del deseo que nos arroja de bruces al territorio irreductible del conflicto, de la incertidumbre y de la paradoja.
          Si el deseo es hijo de la ley, y la ley es el nombre del límite, la pasión es el deseo sin límite.
          “Pasión y ley, difícil mezcla” cantan Jarabe de Palo, y sí, es un palo pero es lo que hay, por eso también canta la Chavela que “quien no sabe de amores, no sabe lo que es martirio”. Cada vez que nos asomamos a las entrañas de la pasión nos confrontamos con su dimensión trágica. El maestro Spinoza, sabio y hereje él, concluye que la esencia del hombre es el deseo, casi dos siglos y medio antes de que Freud destapara la caja de Pandora. Y Sartre rematará el asunto llamando al hombre pasión inútil. Así las cosas, pareciéramos abocados a un callejón sin salida.
          La ruta oriental, que opta por soltar lastre y liberarse del ego y de sus pleitesías…resulta una opción a meditar. Claro que tiene sus contrapartidas y puede conllevar lo que Machado describe con una genial pincelada:
          “En el corazón tenía clavada la espina de una pasión. Logré arrancármela un día y, ay, ya no siento el corazón”.

¿Callejón sin salida?

          Puede parecerlo, pero cualquiera que piense en un callejón sin salida sabe que es una hipóstasis de libro, porque tan sólo tiene que darse uno la vuelta para encararla.
          Dejar de huir, dar la cara, afrontar lo temido abre y alumbra nuevos sentidos antes cegados o coagulados.
          Así que, salida, salida, haberla hayla. Lo que no hay es escapatoria.

          En El Ángel Exterminador, Buñuel confina a un puñado de sus queridos burgueses en una mansión de la que sin saber por qué no pueden salir de ninguna de las maneras. Después de un tiempo interminable e irremediable de degradación y caída de las imposturas, es la toma de conciencia de su repetición, o la repetición con conciencia, lo que rompe el maleficio que los tiene enigmáticamente atrapados, permitiéndoles acceder a la puerta de salida. Es cierto que Buñuel, viejo zorro, clausura la película con un nuevo principio semejante, ahora en el interior de una iglesia repleta de endomingados feligreses.
          Es una convención de obligado cumplimiento que las películas de vampiros siempre acaben mal, con una estaca de menos o con un mordisco de más, y el fúnebre coche de caballos portando su siniestra semilla rumbo a una nueva ciudad.
          En realidad no es que acabe mal la historia. Lo verdaderamente siniestro es precisamente que la historia no se acaba, que la saga continua insidiosa e inmortal, como una garrapata acantonada en la sombra a la espera de la próxima sangre fresca que cometa la imprudencia de por su lado pasar. Sangre fresca y palpitante teñida de rojo pasión, que sería el nombre más flamante con que se viste esa fuerza ciega y constante que llamamos pulsión.      
  

                  

miércoles, 28 de mayo de 2014

POR EL CAMINO DE HITCHCOCK III: PSICOSIS







Y vimos Psicosis, la película con la que Hitchcock dio la campanada y el cuarto de baño se volvió el escenario doméstico de las más terribles pesadillas. Pero cuchilladas a golpe de violín aparte, hay que decir que la psicosis no es eso, y hay que decirlo porque la escena de Hitchcock ha marcado impronta en el imaginario colectivo. Locura y violencia no son pareja de hecho, y promocionarlas como tal no es más que otro empujón hacia la demonización y exclusión del loco.
Porque esa es la estela dominante en la historia de la locura, una estela de segregación social y de exclusión subjetiva. Hasta los albores del siglo XIX  el loco es recluído en asilos y manicomios y frecuéntemente encadenado. Desde entonces dos hitos marcan su devenir. El primero cuando Pinel le libera de las cadenas y le da la palabra, reconociéndole su estatuto de ser humano por más que atravesado por un extravío de la razón. El segundo es mucho más reciente y viene de la mano de los avances de la ciencia y el desarrollo de los neurolépticos que al poder atajar, reducir y mitigar notablemente los síntomas permitirán la externalización de los pacientes y su tratamiento ambulatorio con la idea de su normalización.
Hay que decir que en esos dos hitos se vislumbran las dos grandes corrientes que recorren la historia de la locura, los Psyquiker,que la piensan como una afección del alma (psijé es alma o pensamiento, etimologicamente hablando) y los Somatiker, que la consideran una enfermedad orgánica, una enfermedad del cerebro dirá Griesinger, y que es la corriente hegemónica en nuestros días.
Hay una expresión popular que dice que al loco le falta un tornillo. Desde el Psicoanálisis también se piensa la psicosis en términos de una falta, o una falla, pero no en los neurotransmisores y sus niveles sino en el campo de lo simbólico, es decir, en la construcción del alma. Pero para llegar ahí, habrá que hacer previamente un recorrido.

 Dimensión lingüística de la locura
Así que empezamos por el principio. Y fue preguntarnos algo tan básico como ¿qué entendemos por locura?. Y pudimos escuchar diversas respuestas que nos fueron conduciendo a una definición que es ya un lugar común: locura es un estado de pérdida de contacto con la realidad. Ante la que impepinablemente se nos impuso una nueva pregunta, ¿qué es la realidad?
Y ahí ya la pista se volvió más resbaladiza, con derecho a patinar cada uno a su libre style.
Tras recoger impresiones de variado pelaje se fue dibujando la percepción de que era algo relativo, y que el fundamento que la validaba era algo que pasaba por el consenso dominante, y así si una pastorcita dice que ha visto a la Virgen encima de una roca subiendo al cielo, construyen un templo y la consagran santa, pero si uno jura y perjura que ha visto un marciano verde bajando de un platillo volante es muy probable que acabe en el manicomio o en el ambulatorio con su cajita de rysperdal. La cosa puede incluso ser más sutil, y una misma persona, por ejemplo Juana de Arco, con ciertas experiencias místicas en su curriculum, pasa de ser condenada a la hoguera por departir con el demonio, a ser convertida en icono de la cristiandad com il fo y elevada a los altares.
Y es que como decían Jarabe de Palo, depende, todo depende...
Así que terminamos echando mano de una vieja definición que le escuché a mi maestro y que extrañamente nunca he olvidado.
"La realidad es la trama de significaciones compartidas", proposición que sitúa el debate en el campo de las significaciones, campo que nos conduce sin más rodeos al terreno lingüístico y a profundizar en la propuesta enunciada, que diría así: entendemos la realidad como una realidad lingüística, es decir, el resultado de la acción del lenguaje tapizando lo real (de lo cual se deduce que aquí, "realidad" y "real" son conceptos heterogéneos).
Ya sé que esto puede empezar a sonar mu complicao, pero es que el asunto es complejo y es preciso recurrir a cierta nomenclatura específica que puede suscitar desidia cuando no desconcierto. Pero es así. Igual que si quieres peces tienes que mojarte las manos (por no decir el culo), si queremos delimitar la cuestión de la locura en términos estructurales tenemos que introducirnos en el ámbito de lo simbólico como aquél en el que se produce la constitución subjetiva. Ya presentamos la complejidad de este proceso cuando hablamos en nuestra anterior cita del llamado Complejo de Edipo y sus tiempos. Allí me remito. Porque es imprescindible partir de estos referentes para comprender de lo que en la psicosis se trata.
Para simplificar diremos que en la psicosis hay una falla de la función simbólica, que también se dice función padre, o en lacaniano "inscripción del significante Nombre del Padre". Son términos que vienen al mismo lugar aunque evidentemente pueden conducir a desarrollos diferentes, e incluso llevar a matar por ellos. En lacaniano a esa falla se la designa como Forclusión del N.P. consistente en un rechazo radical de su inscripción psíquica. A la función simbólica se le llama Metáfora Paterna, que sería la operación por la que el N.P.  prohíbe el goce de la madre, o lo que vinimos a llamar coloquialmente, el huevo. Así pues cuando por distintas razones la tal metáfora no acontece el sujeto queda seriamente perjudicado en su haber simbólico lo que le deja en una inermidad precaria para afrontar determinadas circunstancias de la vida. Porque llevar inscrito el N.P. es el sello que nos válida el pasaporte  para transitar por los llamados "desfiladeros significantes", es decir, por los circuítos del discurso social, y es por ello que cuando el psicótico se cortocircuíta se queda por fuera de la trama de significaciones compartidas, o como decíamos antes, pierde el contacto con la realidad.

Schreber
Así que déficit simbólico, que no neurotransmisor, que hará crisis en ciertas encrucijadas vitales que desbordan el precario equilibrio mantenido hasta entonces. Tomaré como referencia el famoso historial del Presidente Schreber, texto en el que Freud presenta sus tésis sobre la paranoia. 
Se trata del caso de Paul Schreber, hijo de Daniel Gottlob Moritz Schreber, un afamado médico ortopeda y rehabilitador de reconocido prestigio social, que fundaría los populares Schreber Garten. De tal palo, Paul cursa derecho y desarrolla una exitosa carrera judicial que le lleva obtener la presidencia de la Corte Suprema de Dresde, cima de la judicatura, a los 51 años, una edad bastante precoz para el cargo. Al poco de tomar posesión hace un brote que le lleva a ser internado en la clínica del Dr. Flechsig. Y ahí empieza la historia de su delirio contenida en sus Memorias de un neurópata, un relato apasionante de todo el proceso de elaboración delirante. No voy a entrar. No es el momento, pero a quién esté interesado se lo recomiendo encarecidamente.
Sí quisiera detenerme en el desencadenamiento y hacer una breve reflexión sobre el mismo, pues condensa de forma ejemplar la mecánica de la lógica psicótica.
Siempre es importante investigar las circunstancias en que un sujeto se brota. Aquí observamos que sucede en una circunstancia precisa. Cuando alcanza la cima de la judicatura y rodeado de colegas bastante más veteranos, él, preside. Allí, en la cumbre de su éxito, sin un techo que lo proteja, queda expuesto a la perplejidad de la intemperie simbólica. Es decir, alcanza un lugar fálico imaginario desde donde desborda a la figura de su poderoso padre y se ve abocado al pasmo ilimitado del goce y a la intrusión alucinatoria de lo real.
Intrusión de "percepciones sin objeto" o, en lacanés, de aquello que está por fuera de lo simbólico , es decir, por fuera del sentido, y que por tanto confronta con el terrible vacío de sentido, horror vacui que desesperadamente intentará llenar. Esa es la función reparativa del delirio, que diría Freud. Ese esbozo rudimentario de razón (delirante) con el que se trata de explicar lo inexplicable, y que en Schreber se resume en su misión final, ser la mujer de Dios.
Para ir terminando esta obligadamente breve exposición diremos que el sujeto se aferra a su delirio como el náufrago a la almadía, porque sin él, la mar(e) se lo tragaría. De ahí ese indicador irrefutable que es la certeza psicótica.

Psycho (1960)
No quisiera concluir sin hacer un comentario sobre la película que hemos visto, puro Hitchcock, puro cine, pero psicoanálisis de garrafón. De muestra la explicación final que nos ofrece el psiquiatra para entender lo sucedido, un claro caso de "doble personalidad". Es éste un término heredero del concepto bleuleriano de Esquizofrenia, mente partida o escindida, que no es especialmente afortunado, pues la mente partida, como el corazón, es un asunto que nos atañe a todos. No hay más que asomarse  a la factoría Disney  y rebuscar entre los añejos cortos de Mickey para encontrarnos al viejo Pluto tironeado por el debate a dos voces entre su malicioso y tentador diablo y el pánfilo de su angelito. Así que la supuesta doble personalidad de Norman Bates es una cacharrera forma de referirse a una cuestión bastante más compleja como es el campo de las identificaciones que lamentablemente no podremos abordar aquí. Sólo apuntar que se trata de una identificación primaria, es decir, muy indiscriminada  y fusional, donde fusión es confusión, y de ahí todo ese carnaval taxidermista y transformista del que hay que rescatar las pocas pinceladas biográficas que cita en su relato y, claro, sobre todo, cómo lo enuncia: "Todo empezó cuando murió su padre y Norman se quedó solo con una madre muy dominante ..." Hay que decir que siendo importante la pérdida de ese padre en la adolescencia es seguro que estaba perdido desde mucho más atrás.
El pastel se cuece a fuego lento desde el origen y siempre hay que interrogarse si la madre con su baby mira más allá. Más allá del baby es la guía que inscribe la ruta del deseo, es decir de la falta, y porque falta la falta, el futuro psicótico se estanca en su más acá, ese terreno vedado al deseo propio, un limbo, si no un infierno, de goce y soledad.


domingo, 11 de mayo de 2014

ROOTS





Si nos ponemos sadámicos podríamos pensar al Psicoanálisis como La Madre de Todas las Terapias y, pese a ciertas alergias y reacciones anafilácticas, Freud, claro, sería el padre.

Más de un siglo después, la descendencia ha sido prolífica, resultando todo lo heterogénea y variopinta que uno pueda llegar a imaginarse, pero a diferencia de Kunta Kinte, a menudo por el camino se han perdido las huellas y las trazas del linaje.

Tener conciencia del linaje no implica pleitesía alguna.

Tener conciencia del linaje pudiera parecer heráldica trasnochada o arqueología inútil, pero en realidad tener conciencia del linaje es una forma desapasionada de poder uno reconocerse en su singularidad en medio del bosque trabado.

Reconocer uno su lugar en la trama le destraba, permitiéndole comprender con perspectiva el sentido de su personaje. Reconocerse uno en su personaje es lo que le posibilitará  distinguirse de él, propiciándole elegir mejor los papeles en que se jugará su ser persona.

De eso va el psicoanálisis en este carnaval de máscaras. Quedan avisados.

                                                                         
                                                                                           Verano de 2007

sábado, 12 de abril de 2014

PSICOANÁLISIS Y CINE




                                     



Hubo un tiempo que Freud (pronúnciese Froid) se decía “f-r-e-u-d” y John Wayne, “yon vaine”. Yo vengo de allí.

Ahora que se revisa en voz alta la Mala Educación que recibimos y sus estragos, yo quiero hacerle sitio también a lo bueno que hubo, que lo hubo, y rendirle agradecido homenaje al padre Quinzá, (¿qué habrá sido de él?), aquel cura que me enseñó que Freud era Freud y el cine un camino de conocimiento.

¿Quién me iba a decir a mí que treinta años mas tarde, un suspiro, me iba a ver ante una amable audiencia, departiendo una charla sobre cine y psicoanálisis?

Y es que los caminos del señor, ya se sabe, son inescrutables, pero los de los demás no tanto. Mismamente , si escrutamos las trayectorias seguidas por el cine y el psicoanálisis, veremos que en su zigzagueo han dejado escrita una historia de encuentros y desencuentros desde su nacimiento hasta nuestros días .Pues es bien sabido que ambos dos son coetáneos, postreros alumbramientos de la Cultura en los estertores del siglo XIX, y ambos dos han sufrido las reticencias de sus mayores para hacerles un sitio en su estirpe, y así el cine, en sus aspiraciones a ser reconocido como el séptimo arte, nunca terminó de desembarazarse del lastre de sus orígenes como atracción de feria, y el psicoanálisis, por su parte, ahijado de la hipnosis y el magnetismo, sigue enredado en la tediosa discusión de si es o no es una ciencia.

Puede que por su común condición bastarda sus relaciones nunca cuajaran en algo serio. Si nos atenemos a los hechos, es conocido el rechazo explícito de Freud a las ofertas que le hace Hollywood para plasmar sus ideas en celuloide. Ello no impide que finalmente algunos discípulos se decidan a colaborar en la gestación de Secretos de un alma (1926) de G.W.Pabst, obra que inaugura un culebrón que no ha terminado.

Desconozco el resultado de aquel proyecto pionero de título tan entrañable, pues no he podido visionarla, pero dada la interminable muestra de maltratos posteriores dudo que sea la excepción que confirme la regla, que en palabras de un buen amigo reza así: El cine trata mal al psicoanálisis y a menudo lo maltrata.

Podríamos preguntarnos cuáles son las razones profundas de ese maltratamiento y seguro que la cosa tendría su enjundia, pero no creo ponerme salomónico si planteo el tema a la inversa, ¿Cómo trata el psicoanálisis al cine?, y francamente el resultado no es mucho más halagüeño.

Siempre hay excepciones, claro. Una ciertamente afortunada a mi entender la constituye el librito de reciente aparición tituladoEl cine en el diván, de Teodora Liébana, donde la autora hace una presentación de conceptos básicos del psicoanálisis a través de la lectura en clave psicoanalítica de algunas películas emblemáticas. Y tengo el honor y el deber de reconocerle el mérito que merece, pues por suerte o por desgracia es un libro que se entiende, y éste es un hecho bastante insólito en el ámbito que nos concierne. Uno podrá estar más o menos de acuerdo con su interpretación de los filmes comentados, pero para poder pronunciarse al respecto hace falta un paso previo tan básico como es entender lo que te están diciendo, y ese paso lo da con esmero.

Esa misma impresión me la produce la lectura de la mayoría de los textos freudianos. Me pregunto ¿qué demonios ha pasado para que entender el discurso psicoanalítico se haya convertido mayoritariamente en una sorpresa imprevista o en un evento nostálgico?

No sé si será un nuevo malestar o una ansiedad de siempre, pero en mi caso es algo que viene de lejos. Y apelar a la complejidad del objeto de nuestra disciplina, y por consiguiente a la complejidad de sus elaboraciones, no nos exime de nuestra responsabilidad como criptófilos obcecados cavando empedernidos el foso de incomunicación e incomprensión que hemos labrado a nuestro alrededor. Una cosa es ejercer de semblante en la sesión, y otra de orate en la calle. Valga un botón de muestra.

Seguramente todos recuerdan Recuerda, la obra canónica de Hitchcock sobre el psicoanálisis donde Gregory Peck es un presunto asesino amnésico e Ingrid Bergman la más linda psicoanalista que tocarte pudiera. Seguramente también recuerdan que el quid del asunto es que la amnesia vela un olvido más profundo y remoto, el recuerdo traumático del accidente que ocasionó la muerte de su hermanito, ensartado trágicamente en una verja negra.

Bien, les voy a leer un parrafito cualquiera de un ensayo sobre la película, de un tal Gabriel Espiño, editado en un libro titulado Psicoanálisis y cine. Dice así:
“Goce escópico del testigo que no testifica ni testamenta de una muerte y que a la vez no entra en el mercado de los intercambios discursivos, sino que se guarda y atesora en el camino extraviado (¿vía extra de goce?) de la desmemoria. Efecto de la pulsión de muerte que desenlaza hechos de sujetos sin eslabonarlos en discurso, pero que al contar de una vida donde el sujeto no se cuenta como historizado (no sabe quién es) genera la intervención del Otro opuesto al Goce escópico y su desvío represivo en olvido, marcando así el desalojo de ese Real pleno instalando una Ley que también es memoria de lo sucedido.”  Amén.

No sé si procede preguntar al respetable qué les pareció o directamente darles mi opinión.

Hace ya cien años que Freud nos abrió las puertas del inconsciente y nos dio las claves para descifrar el lenguaje de los sueños. No contempló la necesidad de descifrar el lenguaje psicoanalítico, que siempre pretendió claro y comprensible, a diferencia del discurso filosófico, oscuro y retorcido, al que no le escatimó sus críticas, críticas que no dudo volvería a desenfundar ante logomaquias y eruditos galimatías tan en boga.

Si bien es el propio Freud quien nos marca las pautas a seguir a través de sus Lecciones Introductorias(1916-1917), de cómo transmitir el ideario psicoanalítico de forma ejemplar a una audiencia lega en la materia, creo que el gran embajador del psicoanálisis tras la muerte de su fundador ha sido sir Alfred Hitchcock, y en el contrapunto, Woody Allen, su mejor enemigo. Por lo demás, flaco favor le ha hecho el cine a su compadre centenario con esa abultada y estrafalaria galería de fantoches con diván que ha poblado las pantallas hasta el escarnio. Ni siquiera una recreación digamos “realista” como la que hace Nanni Moretti en la laureada “La habitación del hijo”, resulta mínimamente estimulante.

Y es que hay algo propio a la experiencia psicoanalítica especialmente escurridizo y difícil de aprehender, como aquellas bolitas de mercurio de los termómetros rotos y el siempre esquivo y fotofóbico monstruo del lago Ness. Precisamente a esa irrepresentabilidad apela Freud cuando en su rechazo a la propuesta cinematográfica denuncia los riesgos de convertir el psicoanálisis en un espectáculo, algo que le está intrínsecamente vedado. Pero pese a sus temores fundados y largamente confirmados en caricaturas mil, creo que es posible pensar la relación entre el cine y el psicoanálisis de otra manera. Más allá de enzarzarnos en cruzadas puristas en defensa de La Causa (como así lo designaban entre ellos los miembros del comité del anillo, la guardia pretoriana freudiana), habría que aprovechar la tremenda potencia que el cine alberga.

De muestra otro botón.

¿Cuántos de los presentes que no sean del gremio conocen, tienen noticia, les suena, alguno de los legendarios Historiales Clínicos publicados por Freud? Son cinco: El caso Dora, el caso Juanito, el caso Schereber, el Hombre de las ratas y el Hombre de los lobos. Son apasionantes todos ellos, incluso como experiencia literaria. De hecho, no hace mucho, Juan José Millás prologó una edición popular de los Estudios sobre la histeria que inundó los quioscos. En cada plaza y en cada esquina se podía acceder a las entrañables tribulaciones de Elisabeth von R., Emmy de N o de miss Lucy Brown , desdichadas damiselas de la Viena finisecular.

Bien, vale, pero ahora comparen y díganme quién no recuerda el caso de Marnie la ladrona, esa cleptómana frígida y rubia, la única de la que hay noticia que se le resistiera a James Connery Bond.

O el caso de James Stewart, voyeurista impenitente, más interesado en espiar indiscretamente la ventana que tiene en frente que en mirar el pedazo de mujer, Grace Kelly, que tiene al lado. O necrofílico él, sorteando sus vértigos y sus pasiones, en pos del fantasma de una Kim Novak revivida de entre los muertos.

O a Anthony Perkins, aquel conserje pacato y tímido del motel de la casa de la colina, desde la que su anciana madre, o lo que de ella queda, sigue amargándole la existencia. Y es que ¡peliagudo asunto es éste de la psicosis!

Y quién no recuerda Recuerda, decíamos antes, inolvidable dislate de crimen y castigo inconsciente con el mismísimo Dalí pintando sus sueños locos, y así podríamos seguir un buen trecho, porque la obra de Hitchcock, si nos ponemos, da para todo un seminario de psicopatología.

Y de eso se trata. De poder conjugar Cine y Psicoanálisis de una forma rica y productiva. Aprovechar el material privilegiado que el texto visual nos suministra a partir de su condición logopática, es decir, de su capacidad de vehiculizar al unísono un discurso razonante a través de una plástica emocionante. El espacio emocional que el cine construye es de una naturaleza singular que le es propia y le distingue de otras propuestas expresivas de índole dramática con las que comparte un cierto territorio afín, como el Teatro y otros parientes más o menos lejanos. No voy a entrar en el análisis de estas cuestiones. No es el lugar ni el momento.

Sí quiero destacar el carácter experiencial, que no empírico ni teórico, de esta vía de conocimiento, como al principio la consideré. Ir al cine, contemplar una película, más allá de las palomitas, es, o puede llegar a serlo, una experiencia inolvidable. Son imágenes que impresionan, que dejan huella o remueven huellas, huellas mnémicas que diría Freud. 

Impactar al espectador más allá del truco fácil, cautivarlo, tenerlo en vilo, es un arte y no sencillo, que pasa por saber cocinar las identificaciones. Una vez listo, capturado por ese juego de luces y sombras en movimiento, uno se ve arrastrado a vivir la historia en curso como su más secreta ficción. Es precisamente esta dimensión vivencial la que le da al cine su gran potencia inclusiva y la que lo convierte en una herramienta de transmisión de primer orden que por su variedad y polivalencia constituye un filón casi inagotable. Desarrollar ese filón y sus posibilidades es una tarea que se viene haciendo aisladamente desde hace tiempo. Yo mismo vengo trabajando esa línea hace años y siempre me resultó muy fértil y agradecida, pero creo que se halla bastante desaprovechada. Así pues, bienvenidas sean las iniciativas que como el texto de Liébana desbrocen el camino para animar a recorrerlo.

Nuevos malestares, ansiedades de siempre, se intitulan las jornadas.

Los mismos perros con distintos collares que diría el Refranero, o

Lo mismo, de otra manera si aparcamos la retórica,
donde “lo mismo” sería de lo que el psicoanálisis da cuenta, es decir, del sujeto partido y sus infatigables afanes de remendar lo irremediable, y “la otra manera”, o una de las posibles, aquí vendría a ser el cine, ese reflejo privilegiado de la vida que más que ninguna otra ficción o artificio nos confronta a la verdad de las mentiras (Varguitas dixit).

Así pues, señoras, señores, quien quiera ya sabe, que pase y que vea.


           
            Texto de la ponencia presentada en las Primeras Jornadas de la @p.a.
                                                                                            Alicante, Mayo de 2004